El asunto tiene un nombre propio: Donald Trump. Todas las encuestas le resultan desfavorables (mucho más de que lo eran hace cuatro años por estas fechas, cuando se enfrentaba a Hillary Clinton), la economía no va bien, la gestión del coronavirus le pasa factura, su popularidad está en mínimos y parece que le ha abandonado, incluso, una parte de la sociedad “blanca y rural” que le apoyó masivamente en 2016.
Los estados clave (Arizona, Wisconsin, Michigan, Pennsylvania, Carolina del Norte y Florida) caen todos del lado de su rival, y, sin esperanza de recuperarlos. Hasta parece que podría llegar a perder otros estados, como Iowa, Ohio, Georgia o incluso Texas, en principio netamente republicanos.
¿Qué es lo mejor que le puede pasar al presidente? Ganar tiempo para intentar recuperar la economía, superar la pandemia, acallar las críticas y recobrar aire. O al menos, centrar el debate en otros temas. Por eso ayer insinuó en varios tuits que el voto por correo en estas circunstancias “no es de fiar”, y dejó caer la posibilidad del aplazamiento de las elecciones presidenciales del 3 de noviembre.
Pero se trata de una posibilidad muy remota: suspender las elecciones exige modificar la ley federal que establece, de manera inamovible, el martes después del primer lunes de noviembre como el día de la votación. Semejante cambio exigiría el voto favorable de la mayoría de la cámara de representantes, que está controlada por los demócratas, y no parece que estén dispuestos a ello. El propio Trump lo ha reconocido en una comparecencia pública, y dice que no aspira realmente al cambio de fecha. Pero la semilla de la duda ya está sembrada, por si en el futuro la situación empeorara y hubiera algún resquicio que le permitiera acogerse a ella.
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