Un fantasma recorre Europa y no es el populismo. El populismo, signifique lo que signifique esa palabra, no es la causa sino la consecuencia de lo que nos ocurre.
Cuando el entorno es digno de confianza, los seres humanos no necesitan experimentar, fantasear ni buscar mundos paralelos en los que encontrar solución a sus problemas: les basta con el mundo real. Pero cuando lo que nos rodea se vuelve turbio, lleno de poses, de mentiras, entonces algunos ciudadanos, muchas veces los más conscientes, huyen de todo eso buscando soluciones diferentes, acertadas o equivocadas, mágicas o no.
Nuestro problema, el de Europa, es que desde el final de la guerra mundial, y más aún conforme iban pasando las décadas, la clase política ha ido poniendo en marcha toda una serie de montajes por el bien de la sociedad que finalmente se vinieron abajo con estrépito con la crisis de 2007. La Unión Europea, el estado del bienestar y todo lo que acarrean, han sido un buen punto de partida para nosotros, e inicialmente contaban con un enorme apoyo popular que en parte aún conservan, pero han terminado por convertirse en nuestra cruz.
Ha faltado autocrítica, revisión constante, actualización y contacto entre los objetivos de los políticos y los sentimientos de la calle. La consecuencia ha sido que la desafección hacia la política ha crecido poco a poco, mientras esperaba su momento para pasar a primera línea. Y su momento llegó cuando la recesión de finales de la década pasada nos afectó a todos. Poco importa que inmediatamente después muchos países se recuperaran, porque otros se quedaron en la cuneta y todos nos vimos afectados por un sentimiento de fracaso. Cuando se trata de afrontar problemas serios, las sociedades se vuelven más egoístas y menos empáticas con los vecinos. La culpa siempre es de los otros. A esto se unió el miedo al nuevo enemigo exterior (el terrorismo islamista) y, en el fondo, el pavor a perder nuestros privilegios como el centro del mundo.
Porque ese es el asunto de fondo: aunque aún no nos hemos querido enterar, ya no somos el centro del mundo, pero nuestros politicos no se atreven a decírnoslo abiertamente, y nosotros nos negamos a reconocerlo cuando nos miramos en el espejo de nuestra realidad.
Los datos son desoladores. Pocos partidos consiguen, dentro de su propio país, una aprobación mayoritaria. En general, tanto los viejos partidos como los surgidos al hilo del batacazo de la última década, originan un rechazo general. Es más, los nuevos, esos a los que algunos llaman “populistas”, no concitan más apoyos en el conjunto de cada país, sino todo lo contrario. Lo que consiguen es una gran adhesión en un pequeño subconjunto de los ciudadanos, solo eso.
En este caldo de cultivo, los ciudadanos (no precisamente los menos formados o más ancianos) buscan, como es lógico, alternativas. Las alternativas tienen que ofrecer algo distinto, un discurso que ilusione. Importa poco si lo que ofrecen es realizable o no. Lo relevante es que nos toquen el corazón, nos ilusionen y sean capaces de conmovernos.
Porque ese es el otro gran efecto de la crisis: la sociedad no solo se volvió más desconfiada y reacia frente a sus políticos, sino que se ha fracturado. Hemos pasado, sin darnos cuenta, a dividirnos en varios subgrupos. Los integrantes de cada subgrupo comparten, de puertas para adentro, convicciones e ilusiones comunes, pero que son rechazados contundentemente por el resto de la sociedad.
Las viejas fórmulas se van muriendo en medio del descrédito y el rechazo de los jóvenes. Las nuevas solo consiguen ilusionar a una parte (eso sí, muy movilizada) de los nuevos votantes y de las gentes más hartas de lo antiguo. Pero cuando se mira al conjunto de la sociedad, todos, los viejos y los nuevos, suscitan un rechazo general del resto de los habitantes de su propio país. En estas condiciones, ¿qué clase de nuevos proyectos comunes vamos a ser capaces de poner en marcha?
Los europeos somos ya para el resto del mundo, que avanza sin fijarse en nosotros, como una mascota con la que jugar, a la que fotografiar, acariciar un poco, y luego dejar de lado para ponerse a trabajar de verdad. Y somos aún, para la parte del mundo que quiere seguir envuelta en el pasado, el enemigo al que odiar.
En algún momento deberá surgir en Europa una clase política (o políticos aislados) que tenga la fuerza y el empuje suficiente para decirnos la verdad: tenemos que cambiar, tenemos que ponernos a trabajar, juntos, otra vez. Pero, de momento, no tenemos ni idea de cómo hacerlo.
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