#10 N: D’Hont no juega a los dados

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Cuando hace cien años Albert Einstein era ya el físico más grande y reconocido del mundo, aparecieron en el panorama científico, con mucha fuerza, nuevos enfoques que contradecían las bases de todo lo que él daba por cierto. Einstein, a pesar de que para la gente corriente era un revolucionario con teorías tan avanzadas que apenas resultaban comprensibles, resultó ser, frente a la nueva mecánica “cuántica”, todo un reaccionario.

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Einstein era un antiguo que se aferraba a un mundo clásico que empezaba cuestionarse: el de las certidumbres. Un mundo donde los objetos era realidades concretas que ocupan un tiempo y un espacio definidos. Puede que ese tiempo y ese espacio, para Einstein, pudieran acortarse o dilatarse, pero sin duda, eran reales, y tenían una existencia nítida.

Pero, por muy reconocido que estuviera Einstein, el mundo no se detiene, la ciencia no reconoce más autoridad que la verdad, y su opinión no dejó nunca de ser cuestionada. Casi desde el mismo momento en que el antiguo empleado de la oficina de patentes fue encumbrado, otros, más jóvenes y aún más osados, empezaron a descubrir cosas. Y esas cosas hablaban primero de extrañas incertidumbres que no encajaban con las observaciones, pero luego, enseguida, se lanzaron a tumba abierta a describir partículas que pasaban a la vez por dos orificios distintos, que nacían y morían por pares en mil millonésimas de segundo, que viajaban emparejadas durante millones de kilómetros sin que hubiera contacto alguno entre ellas… Eran, sin duda, “cosas” extrañas e inciertas, que presentaban un mundo incompatible con las certidumbres en las que Einstein creía.

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En este contexto, el genio alemán pronunció su famosa frase contra la mecánica cuántica: “Dios no juega a los dados con el universo”. Era una muestra de desprecio, casi un insulto contra los defensores de lo nuevo. Desde aquel mismo momento, y durante toda su larga vida, Einstein dedicó todos sus esfuerzos a intentar construir una teoría que permitiera conciliar “su” relatividad con la molesta mecánica cuántica, y que disolviera de un plumazo la incertidumbre que tanto detestaba.

Pasaron décadas y murió sin conseguirlo, porque no había nada que conseguir. Un siglo después de que el genio de Einstein hiciera sus últimas grandes aportaciones,  hoy sabemos que la incertidumbre está impresa en la esencia misma del universo, y que la teoría que llegue a explicarlo todo, si es que algún día existe, no acabará con ella, sino que solo hará que la comprendamos mejor. Albert Einstein, probablemente el mayor genio de la era moderna, no tenía razón, pero jamás lo reconoció, a pesar de que le rodeaban indicios de su error por todas partes.

Así somos los seres humanos.

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En el mundo de la sociología (esa ciencia que tanto invoca José Félix Tezanos, otro anciano venerable aunque quizás un poco menos genial) la incertidumbre reina mucho más que en la física nuclear, e infinitamente más que en la vastedad del universo. La realidad social es tan compleja, rica y difícil de medir, que cualquier descripción que se haga de ella nunca podrá ser detallada. Nuestra imagen de la sociedad será siempre, por definición, una burda aproximación.

Por si esto fuera poco, en asuntos electorales, cuando se trata de cuantificar algo tan concreto como el número de escaños que puede conseguir tal o cual partido, la incertidumbre es mayor que en otros aspectos, porque lo que se pretende medir es un agregado muy volátil: los escaños finales de nuestro Congreso de los Diputados son un dato compuesto de 52 elecciones diferentes (tantas como provincias), para las que bastantes personas toman su decisión en el mismo momento en que depositan una papeleta en la urna, y en las que cuatro o cinco restos pueden saltar casualmente de un lado a otro de una forma prácticamente fortuita.

Toma incertidumbre, Albert.

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Pero es que, además, no somos electrones, ni átomos de carbono-14 que deban escoger entre dos opciones, desintegrarse o no, en cada momento. Somos personas que viven en un país donde ya no basta con optar entre la dualidad derecha-izquierda, sino que existen hasta seis partidos nacionales con posibilidades de conseguir representación, a los que se añade una docena de partidos de ámbito autonómico. Las opciones se multiplican, y la incertidumbre crece y crece.

Y si, para colmo, los ciudadanos van a votar en medio de un clima de hartazgo y de enfrentamiento territorial sin precedentes, con una una profunda desconfianza hacia el conjunto de la clase política, ¿qué seguridades vamos a tener?

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Y, si con lo anterior no bastase, resulta la ley prohíbe publicar encuestas durante los seis días previos a la celebración de las elecciones, con lo que a lo largo de ese período, fundamental, estamos ciegos (o casi) …

¿Qué podemos esperar, entonces, con semejante acumulación de incertidumbres?

Pues podemos estar bastante seguros de que el conjunto de las encuestas que se han publicado no se desviará, para el promedio de los seis partidos principales de ámbito nacional, en más de dos tres puntos porcentuales del resultado que finalmente se producirá mañana.

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Quienes crean que un margen de tres puntos es excesivo están en su derecho, pero nunca se insistirá bastante en que semejante desviación, en ciencias sociales, es casi un milagro de precisión.

La incertidumbre no está reñida con que las cosas funcionen. A pesar de que los defensores de la mecánica cuántica tenían razón, y Einstein estaba equivocado, los ingenieros siguen diseñando puentes conforme a las leyes que formuló Newton (ni siquiera necesitan refinarlas con las que aportó Einstein más tarde), y normalmente aguantan perfectamente durante siglos un tráfico constante, resquebrajándose solo… un poco.

Y aunque las ciencias sociales son cien veces más inciertas que las físicas, aún así, pueden afinar bastante. Si tirásemos al azar un dado y, conforme a sus resultados, asignásemos porcentajes de voto a los diferentes partidos, acertaríamos menos (muchísimo menos) que la peor de las encuestas. Hagan la prueba: no darán ni una a derechas…

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Nuestro entorno, por otro lado, no es representativo de nada, porque vivimos en pequeñas burbujas, en subconjuntos que en absoluto son reflejo del conjunto de la sociedad.

Asi que esto es lo que hay. Y esto no es una lotería: sin encuestas estaríamos completamente ciegos, como quien tira unos dados al azar. Con ellas vemos borroso, pero vemos. No pueden decirnos con seguridad cuál será el resultado de unas elecciones, pero sí pueden decirnos qué resultados NO se van a dar de ninguna manera y cuál es el marco general. Acotan el terreno, y convierten en imposibles la mayor parte de los resultados.

Mañana, por ejemplo, el PSOE no conseguirá ni el 22% ni el 31% de los votos. Estamos seguros de que logrará alguna cifra intermedia, probablemente “muy” intermedia. Si no tuviéramos encuestas (seamos sinceros) no tendríamos ni idea de ello, y más de la mitad de los lectores apostarían por porcentajes que caerían fuera de esa horquilla.

Puede que esta incertidumbre no dejase contento a Einstein, porque era un hombre antiguo, de esos que creían, en su inocencia, que todo se podía medir con precisión. Estaba equivocado: la realidad es más compleja que lo que él imaginaba y la incertidumbre es una característica inherente a nuestro mundo. Pero eso no nos impide saber mucho sobre lo que nos rodea. De hecho, sabemos cada vez más, y mucho más que lo que Einstein supo jamás.

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Dedicado a Margarita Salas, Descanse en Paz.

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