Aquel rescate que iba a salirnos gratis

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Tenemos memoria de pez, así que algunos seguro que lo han olvidado: en el verano de 2007 se desató una crisis financiera en Estados Unidos, a la que nuestro presidente Zapatero no hizo caso.

Pero ante la incredulidad del presidente, el oleaje de la crisis acabó por llegarnos, aumentado y corregido. En 2009  ya era evidente que el sistema financiero español no era tan boyante como nos habían dicho. Más bien hacía aguas por todas partes.

 

 

Entonces nos vimos envueltos en una depresión monumental, y nuestros gobiernos bascularon entre las iniciales medidas expansivas de apoyo a la actividad económica (2008-2009), que nos costaron unos buenos millones y nos hundieron un poco más, y los brutales recortes posteriores, adoptados cuando esas medidas se revelaron incapaces de reactivar la economía. Finalmente nos arrastró una espiral de deuda pública creciente y unas primas de riesgo desbocadas (2010-2013).

Pero antes, conforme entrábamos en 2009, los impagos por parte de los particulares ya habían comenzado, y el índice de morosidad de la banca (la cantidad de préstamos que los bancos conceden y que los deudores no pueden pagar) aumentaba sin parar.

En resumen, según todos los expertos, en 2006, España tenía uno de los sistemas financieros más potentes del mundo. Y según los mismos expertos, en 2010 España tenía unos bancos ruinosos. Vaya con los expertos.

Poco a poco, como en un castillo de naipes, se fueron interviniendo las cajas de ahorro más débiles (en muchos casos, las más politizadas, si es que había alguna que no lo estuviera) y algunos bancos. Hasta ocho intervenciones distintas se sucedieron entre 2009 y 2011, repartidas amigablemente entre gobiernos del PSOE y del PP.

Pero el problema no se solucionaba, porque era estructural. El peso del ladrillo y el sobrecrédito ahogaba y asfixiaba unos balances a los que, pocos años antes, ese mismo ladrillo daba lustre.

Así que en febrero de 2012 se tomó la gran decisión. Se pidió a la Unión Europea ayuda financiera por importe de hasta 100.000 millones de euros, de los cuales “solo” se llegaron a usar finalmente 76.410 millones, que fueron inyectados en las entidades financieras. Con esto, y gracias a una economía que muy poco a poco se iba recuperando, se consiguió evitar que el desastre fuera completo. O eso nos dijeron.

El ministro Guindos decía una y otra vez que no se trataba de un rescate. Europa nos prestaba unas cuantas decenas de miles de millones, a un tipo de interés ridículamente bajo. Qué majos. Nosotros los recibíamos con una mano y se los dábamos a la banca con la otra, según los fuera necesitando. Gracias a eso la banca recuperaría la liquidez primero, y la solvencia después, así que podría devolverlos sin problemas en unos pocos años. En ese momento nosotros, España, se lo reintegraríamos a Europa, de manera que el resultado final era una financiación barata llovida del cielo que nos sacaba del atolladero sin costarnos nada. Un chollo, vaya.

Pasados los años, de aquellos 76.000 millones, el Banco de España asegura que apenas vamos a recuperar 16.000. Hay un debate sobre las cifras concretas, pero dan igual.  Lo importante es que se optó por una salida que implicaba mentirnos, porque ya desde entonces se sabía que no había ninguna garantía de que los cuantiosos fondos recibidos se pudieran recuperar. Se optó por no dejar caer a la banca, pero, en cambio, se dejó desvalidos a los ciudadanos que le debían dinero a la banca. Así de sencillo. En economía, cuando se ponen recursos en un lugar, eso significa que se detraen de todos los demás. Nada llueve del cielo y todo acaba cayendo de nuevo sobre la tierra. Pero esa es una lección que nuestros manirrotos políticos no han aprendido, entre otras cosas porque juegan con dinero ajeno.

Después de los sufrimientos pasados y presentes, el asunto resulta tan escandaloso que da vergüenza hasta decirlo.

La alternativa, nos decían y nos siguen diciendo, hubiera sido ver cómo caían uno a uno los bancos pequeños, los medianos y hasta los más grandes, en un dominó infernal. Se hubieran perdido depósitos, habríamos llegado a corralitos, hubiera peligrado nuestra pertenencia al euro, etc, etc.

El discurso, en definitiva, es muy conocido: hay que salvar a los sectores estratégicos como sea. Si diez mil personas lo están pasando mal porque una factoría de automóviles está a punto de cerrar en una ciudad determinada, entonces el Estado, la Comunidad Autónoma y quien haga falta acudirán en su rescate. Es que es un sector estratégico, nos dirán. Pero si diez mil personas lo están pasando mal porque sus pequeñas empresas se arruinan porque el Estado les fríe a impuestos para pagar con ello la factura de los sectores estratégicos, nadie hará nada por ellos. Y si los que lo pasan mal son un millón, o cuatro millones de personas, tampoco. Se irán a la calle uno a uno y en silencio. Esto no es una exageración: es exactamente lo  que pasó en España hace unos años, con un gasto público desbocado, concentrado en dispendios absurdos primero, y en pagar intereses después, mientras por otro lado le llovía a la banca dinero barato para evitar su quiebra.

Desde una posición liberal no se puede menos que manifestar asombro. Nuestros gobernantes tienen de liberales lo que usted, lector, de plutoniano.

 

 

El fundamento de una economía libre consiste en el ensayo y el error, en el riesgo, la ganancia y la pérdida. Si desde lo público hacemos sobrevivir a los negocios que van mal, si los premiamos dándoles dinerito para que no se nos hundan,  estamos detrayendo recursos que deberían estar libres en manos de los que están prosperando, de los que pueden generar más riqueza. En estos años, salvando bancos españoles, Europa ha premiado la mala gestión, pero, ojo, solo la mala gestión de los poderosos. Es curioso: se ha salvado la mala gestión de aquellos que hicieron favores  a los políticos en el pasado; la mala gestión de aquellos que puede que les faciliten un empleo en el futuro.

En fin. Si creemos que hay entidades demasiado grandes, demasiado importantes, tanto que no podemos dejarlas caer, es que no somos liberales. Lo que somos es intervencionistas de la peor especie: la de los que solo intervienen cuando se trata de proteger a los gigantes que a la larga nos devolverán el favor.

Porque ser intervencionista no es malo. Es una opción, legítima, y que se puede defender. Pero entonces habrá que reconocerlo abiertamente: “soy intervencionista, me gusta decidir desde arriba dónde y cómo debe emplearse el dinero. Creo que el Estado hace eso mejor que la gente”. Díganlo así, señores del PP.

Los gobiernos, los partidos, tienen derecho a ser liberales. O socialistas. O lo que quieran. Hay argumentos a favor de cualquier opción. A lo que no hay derecho es a que los gobiernos mientan a sus ciudadanos, que es exactamente lo que hizo nuestro gobierno en el asunto del rescate. El resultado es que han desaparecido 60.000.000.000 euros de nuestros bolsillos.  Euros que en manos de la sociedad, libres, no cautivos, hubieran evitado desahucios no por la vía de los escraches sino del crecimiento económico, hubieran evitado despidos no por la vía de las indemnizaciones sino por una mayor actividad. ¿Cuántos cierres de empresas, dramas personales y familiares, emigraciones a países lejanos, injusticias manifiestas, depresiones, suicidios, podrían haberse evitado de no tener que cargar con esos sesenta mil millones de euros que le regalamos a la banca?

España está llena de economistas “liberales” cercanos al poder que justifican el rescate (perdón, el “préstamo en condiciones favorables”) porque se trata de salvar un sector estratégico. Pero no hay nada más antiliberal que semejante concepción, según la cual hay sectores que, por decreto, deben cuidarse finalmente con dinero público, mientras otros pueden dejarse morir.

Todo esto es muy grave. Pero más grave aún es la mentira. Una familia de cuatro miembros va a soportar sobre sus espaldas, en forma de más impuestos, de más deuda, es decir, de menos empleo y más pobreza, una suma de más de 5.000 euros. Y lo va a hacer, lo está haciendo, porque en su momento no dejamos que los bancos que tenían que caer cayeran y se sanearan, o fueran comprados, absorbidos o vendidos como al mercado se le antojara. Que para eso está.

 

Huffington Post

 

Aunque en el fondo siempre se supo, hoy ya es un hecho incontestable: los que aseguraron que aquello no nos costaría nada nos mintieron. Y nadie ha salido a la palestra para reconocer su error y decir: lo siento,  me hago responsable, me voy.

La magnitud de la mentira, la magnitud de los recursos que se le han detraído a esta sociedad, la pobreza adicional que nos han causado, son tan grandes que el responsable de tal falsedad no puede ser un secretario de estado, ni siquiera un ministro. Solo puede serlo el propio presidente del gobierno.

 

 

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