Carta a los 49 para los de 29

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Cuando me mataron tenía la misma edad que algunos de los que estáis leyendo esto: 29 años. Si viviera ahora tendría 49. En diferencias ínfimas como las que hay entre esos números reside también los infinitos senderos posibles que marcan para siempre nuestras vidas: un dos en lugar de un cuatro, un paso en lugar de un traspiés, cualquier otro pequeño matiz que te llevará por un camino completamente diferente.

En mi caso el matiz fueron dos tiros en la cabeza.

Por alguna razón habéis decidido seguir recordándome constantemente, así que a veces me asemejo al gato de la caja: siempre muerto, pero siempre vivo. Sé que pretendéis honrarme, pero a la vez percibo cosas que no me gustan.  Con tanto acordaros de mí, es como si me mantendríais con vida. Parece que tendría 49 años, pero sé que solo tengo 29 y que jamás podré tener ya otra cosa.

Vosotros, ya, vivís en una sociedad distinta. Cuando me mataron, no existía internet ni apps, ni sociedad de la información, ni muchas otras extrañas cosas cuyos ecos lejanos me llegan, amortiguados por la distancia y las brumas,  todavía perfectamente reconocibles. Lo que sí existía entonces, cuando yo vivía ahí abajo, eran asesinatos con fines políticos, bestiales. En uno de aquellos asesinatos (fueron centenares) me arrancaron la vida de cuajo.

Pero ahora estoy aquí arriba, así que os miro desde la distancia y la ternura. La distancia explica muchas cosas y sobre todo las relativiza todas. Vuestra realidad actual resulta tan tenue, tan trivial, que apenas puedo distinguiros. Pero no lo necesito. Sé por dónde vais: lo siento con claridad.

Porque aunque me suene raro, es cierto: yo podría ser aún uno de vosotros.  El hombre en que me habría convertido con el paso de los años caminaría por vuestras calles. Si me vierais allí nada en mi os llamaría la atención. Desde aquellos 29 años en que mi fotografía se quedó petrificada, hasta los 49 que tendría ahora, me habrían ocurrido tantas cosas nuevas, tantas experiencias… Tantas como las que han vivido Francisco Javier e Irantzu, por ejemplo.

Francisco Javier e Irantzu, y tantos otros. Han pasado veinte años por ellos, y han tenido dos hijos, y una vida buena o mala, pero real: ¡han tenido una vida, Dios!

Yo estoy muerto. Entonces, ¿por  qué habláis tanto de mi, aún?  Me llegan ecos tan fuertes que me cuesta abstraerme, a pesar del tiempo,  la distancia y las nubecillas acolchadas y otras tonterías angelicales que me envuelven.

En los ecos que me llegan de vosotros hay algo que me daña, y no puedo comprender exactamente qué es. ¿Jugáis a poner pancartas en mi nombre, o a quitarlas? ¿Me usáis en vuestras guerras?  ¿Soy comodín de vuestras nuevas batallas?

Más os valdría, creedme, sacar lecciones imborrables y dejaros de iconos. Yo no quiero ser un icono. Quiero descansar. Quiero contemplar serenamente la vejez de mis padres.  Sé que los iconos son necesarios para que vosotros, seres mezquinos, seáis capaces de mejorar. Pero el uso gusta y el abuso cansa. Así que, por favor, no os excedáis conmigo. Quiero contemplar con cierta calma los últimos años de mis padres, os lo repito. Y los muchos más de mi hermana, y los de mi novia, con su nueva vida, y su hijo. Y los de mis amigos. Quiero que todo el ruido que hacéis usando mi nombre no me haga perder ese hilo tenue que me une aún con lo que más quería, con lo que más quiero: el hilo que me conecta con mis sentimientos humanos. Porque, hacedme caso, los sentimientos son lo único que os aleja de la mezquindad, miserables seres de ahí abajo.

Más os valdría, mil veces más, dejar a un lado la iconoclasia y las armas, las de fuego y las arrojadizas. Soy solo una gota de un océano violento que seguís alimentando con nuevos aportes todos los días. Pensad en ello.

Ahora que estoy preso en las dulces nubes del sopor, recuerdo (levemente) las cuarenta y ocho horas que pasé encerrado en otro lugar, justo antes de morir. Por fin voy comprendiendo (no tengo prisa). Comprendo que el destino de la humanidad es superar, con esfuerzo y sufrimiento, casos como el mío, como el de muchos otros millones que como yo padecieron,  y como el de miles y miles más que aún padecerán. El destino está en manos de esos chicos animosos que buscan mejorar el mundo pero no acaban de darse cuenta de que su batalla está en el filo de la navaja, que entre la fe en el cambio y el fanatismo destructor no media más que una tenue tela que se rasga fácilmente. Yo fui uno de aquellos jóvenes que creía en algo. Me mataron otros que también creían que creían que algo, emponzoñados por consignas vomitivas. Tenues diferencias son siempre las que median entre unos y otros jóvenes, pero grandes son sus consecuencias.

En la juventud reside a la vez el impulso y la barbarie, la renovación y la destrucción. Pero solo en la juventud hay esperanza. Jóvenes, escoged bien. Yo también tuve 29. Coño, escoged bien. De hecho, tuve tanto, y tan profundamente diecinueve, y veintinueve años, que los tendré para siempre. En cambio vosotros no. Vosotros seguiréis en ese mundo y alcanzaréis los treinta, y luego los cuarenta, y finalmente los cuarenta y nueve que yo debería tener ahora. Y entonces seréis los reyes, y el mundo acabará siendo lo que vosotros hayáis querido que sea. Esto no es una broma. Poneos siempre del lado correcto de la raya: es una orden.

Conservad la memoria y no toleréis que la infamia regrese. Conservad como un tesoro las lecciones que esa memoria aporta. Pero avanzad. Os aseguro que hay esperanza. El mundo es cada vez un lugar menos violento, aunque las nuevas lentes de aumento con que lo miráis os puedan hacer creer lo contrario.

Hay esperanza. Los hijos de Francisco Javier e Irantzu, mis asesinos, son ahora adolescentes, y serán mejores que sus padres. No me cabe la menor duda de ello. Seguís viviendo en un puñetero mundo mezquino, y aún soportaréis embestidas terribles de maldad y violencia, pero vais a mejor.

Desde aquí arriba os veo y lo comprendo sin sombra de duda. Pienso en los hijos de mis asesinos, en esos dos niños que han crecido tanto que ya no lo son. E imagino, no puedo evitarlo, a mis propios hijos también adolescentes, esos que jamás llegué a tener. Coloco sus rostros imaginarios sobre las caras reales de los hijos de mis asesinos, y en esa superposición macabra, en esa mezcolanza inevitable en que el futuro todo lo amalgama, confío.

Tendremos un mundo mejor. Luchad por él, hijos: hijos míos.

Y ahora dejadme descansar en paz. Me queda aún mucho por comprender, pero estoy en el sitio adecuado para hacerlo. Me gusta que me recordéis, me agrada que mi memoria os sirva para no volver a cometer los mismos errores, pero, coño, no me interrumpáis tanto desde ahí abajo, por favor.

Hay muchos iconos disponibles, válidos, admirables, así que dejadme un poco tranquilo. Hay muchos iconos, sí, pero solo una tarea que merezca la pena. Poneos manos a la obra cuanto antes.

 

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