En el clásico de Disney “Buscando a Nemo”, después de pasar por muchas penurias y dificultades, un puñado de peces que conviven en un pequeño acuario consiguen escapar de su prisión y alcanzar el ancho mar. Pero ese momento, aunque sea el final de la película, no supone el final de sus desventuras. Toda fuga ejecutada sin pensar en las consecuencias deja secuelas y luego hay que apechugar con ellas.
Faltan apenas dos semanas para el referendum del 1-O, y parece claro que cualquier cosa que ocurra a partir de ese día generará un conflicto de gran alcance. Ni el Gobierno ni la Generalitat (“el Govern”) van a retroceder en sus posturas ni en su estrategia.
El Gobierno seguirá aplicando la ley en todo lo que sea necesario, utilizando para ello los instrumentos de que dispone y que básicamente son dos: los recursos judiciales y la policía. Llegados a este punto es su obligación hacerlo. Lo que ya no está tan claro es si en el pasado podría haber hecho mucho más y mejor las cosas.
Por si fuera poco, los de Rajoy están poniendo ahora el énfasis en perseguir la mera celebración de encuentros o concentraciones a favor del referéndum, lo cual resulta difícil de encajar en una democracia donde la libertad de expresión es básica y el pensamiento no delinque. Con todo ello, la opinión pública catalana se aleja más y más de la del resto de España. Basta acercarse a los mensajes que están circulando como la pólvora por las redes sociales para darse cuenta.
La Generalitat, por su parte, solo tiene que continuar con su ruta diaria, poniendo en pie de nuevo, en unas horas, aquello que la justicia o la policía desmonten, tantas veces como haga falta. Puigdemont confía en que el paso de los días lleve hasta el uno de octubre sin que en ese mometno la otra parte tenga ya más capacidad de maniobra que el uso de la fuerza bruta.
La cantidad de irresponsabilidad acumulada que todo esto implica empieza a asustar.
El día dos de octubre unos y otros seguirán en pie, y habrá que arrostrar con las consecuencias de lo hecho. Porque ese día, visto lo visto, y pase lo que pase en la jornada previa, solo quedarán dos cartas que jugar: La Declaración Unilateral de Independencia por un lado, y la suspensión de la autonomía catalana por otro.
¿Ante la previsible declaración unilateral de independencia, qué hará entonces el gobierno de Rajoy? ¿Convocará al Senado para proceder a la suspensión de la autonomía catalana?
Por muy rápidamente que se pretenda llevar a cabo ese procedimiento, vivimos en un Estado de derecho. Se garantiza según el reglamento del Senado, que la Generalitat podrá presentar las alegaciones que estime oportunas, así que es difícil que la aplicación efectiva del artículo 155 se pueda producir antes de pasados unos cinco o seis días. El dos de octubre Puigdemont le llevará a Rajoy algunos días de ventaja, probablemente.
¿Y entonces qué?
¿Qué relevancia internacional adquirirá la situación? ¿Qué consecuencias ante la opinión pública catalana tendrá semejante dislate? ¿Qué ocurrirá con los cientos de miles de personas que parecen estar dispuestos a llevar a cabo reiterados actos de desobediencia civil? ¿Ha calibrado el Gobierno de verdad las consecuencias?
Esperemos que lo haya hecho, porque la espiral en que podemos introducirnos puede ser gravísima, y tendrá un efecto colateral indudable: el irreversible divorcio entre la opinión pública catalana y la del resto de España. Todo lo que ha ocurrido y está ocurriendo es contemplado de una forma muy diferente por la sociedad catalana y por el resto de la sociedad española. Y eso, ese divorcio entre Catalunya y España, es lo que se supone que está tratando de evitar nuestro gobierno. Así que parece razonable que algunos se cuestionen si la marcha de los acontecimientos no estará, precisamente, facilitando los planes independentistas, que pasan antes que nada por ganarse a su propia opinión pública.
Jurídicamente hablando, no cabe la menor duda de que la aplicación del artículo 155 de la Constitución se impondrá sobre la Declaración Unilateral de Independencia. Pero, puestos a suspender la autonomía ¿no sería mejor hacerlo antes de la celebración del 1-O, para proceder inmediatamente a la convocatoria de unas elecciones autonómicas que dejasen de nuevo el poder de decisión en manos de la gente?
Dejemos de engañarnos. El final de este camino, lo sabemos todos, se llama Declaración Unilateral de Independencia por un lado y suspensión de la autonomía catalana por el otro, con asunción de sus competencias por parte del Gobierno central. La cuestión es quién tomará la decisión antes. La DUI puede prepararse en unas horas. La suspensión prevista en el artículo 155 necesita que transcurra casi una semana para ser efectiva.
No existen otra salidas posibles a la vista de las actitudes de ambos gobiernos. Y lo que es peor, a estas alturas está claro ya que la solución no vendrá de la mano de la auténtica voluntad de los ciudadanos, sino que nos caerán encima por culpa del empeño de unos gobernantes nefastos, los unos empeñados en convocar un referéndum sin garantías, sin la ley de su parte, y sin especificar siquiera unos mínimos de quórum reforzados dada la gravedad de la decisión a adoptar; y los otros obsesionados con ir siempre a remolque de los acontecimientos.
No se puede hacer peor.
Por el camino, el descrédito internacional empieza a ser evidente, la prima de riesgo se disparará (ya lo está haciendo), la confianza que el resto del mundo tiene en nosotros, en todos nosotros, caerá en picado. Todo ello en el mejor de los casos, suponiendo que consigamos evitar que haya un arranque de violencia, lo cual, por mucho que todos lo nieguen, no se puede descartar.
La única salida real que no nos dejaría indefensos en mitad del océano, sometidos a un auténtico estallido social en Catalunya, sería la convocatoria inmediata (por Puigdemont, por Rajoy o por quien resulte competente después de todo este maremagnum) de elecciones autonómicas en las que la voluntad de los ciudadanos se manifieste nítidamente, aunque sea para mandar a freir espárragos a toda esta generación de políticos nefastos.
No caerá esa breva.
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