La reacción ante los atentados de Barcelona por parte de las autoridades fue bastante buena. Aunque hubo algunas excentricidades e intentos de llevarse el ascua a su sardina, en general los polìticos estuvieron a la altura, ignorando incluso las declaraciones no tan afortunadas cuando venían de los adversarios. Se impuso la colaboración entre administraciones, con un tono adecuado. Por supuesto, hechos como éste siempre dejan cuentas pendientes, pero en general se apreció en todos un intento por olvidar los reproches o, al menos, por posponerlos hasta que la situación se normalice.
Las redes sociales son otra cosa. Casi inmediatamente después de los atentados, el odio hizo su aparición allí con toda su carga de villanía. Los reproches, la adjudicación de culpas (cuando todavía no se conocía ni la décima parte de lo que había pasado) se hicieron enseguida la norma. Numerosos kamikazes pusieron inmediatamente el foco en su adversario, y cada cual utilizó a discreción su bandera y, sobre todo, su idioma, como arma arrojadiza. Malnacidos.
En una macabra metáfora de lo que hoy en día es esta sociedad, la prensa siguió fielmente, casi de inmediato, el mismo esquema que iniciaron los tuiteros. Señalados periodistas, antes de saber realmente qué había ocurrido, ya vomitaban su resentimiento, en twitter primero y en artículos después, arrojando odio a discreción. Grandes aportaciones a la convivencia, sin duda; habrá que darles las gracias.
Ahora, cinco días después del atentado, la bola de nieve ya es imparable. Toda la grandeza inicial se diluye en el mar de la división, y nada se salvará: la culpa siempre es del otro, no cabe ninguna duda, y hay que restregársela para sacar tajada.
Da igual que quienes sembraron la cizaña fueran inicialmente una minoría tanto en un bando como en el contrario. La sociedad, finalmente, acaba comprando el discurso de los radicales, si estos cuentan con altavoces, porque su discurso es más simple y ahorra el enojoso vicio de tener que pensar y apreciar matices.
El desencadenante de la división ha sido, una vez más, el idioma. La diversidad lingüistica que debería ser nuestro orgullo, y parte de un patrimonio escrupulosamente respetado, es desde hace década y media, el principal acicate de los fundamentalistas que cada vez abundan más. Utilizan el mismo argumento, sin saberlo, los bárbaros y sus contrarios, porque ambos pretenden imponer su visión monolingüe de lo que debe ser un país. Su puto país.
Un tuit en catalán de los mossos, retuiteado dos mil veces, puede ser objeto de la justa ira de integristas castellanistas, que ignorarán olímpicamente que ese mismo tuit, en castellano y retuiteado tres mil veces, convive con el anterior en las redes. Puigdemont aparecerá en los medios hablando en catalán, obviando la más mínima referencia al castellano, lo cual puede ser asumible, pero olvidando incluso hasta la más pequeña referencia a la existencia de algo llamado España, lo cual le obligará a realizar rocambolescos rodeos en su discurso que al parecer no escandalizaron a nadie de su parroquia.
Con unos pocos pequeños mimbres de mezquindad como estos, las redes construyeron enseguida su bola de nieve llamada odio, y se lanzaron a agrandarla, gozosas:
En pocas ahora ya estaban todos desbocados, hablando de los bolardos, de que si la alcaldesa de Barcelona fuera del PP la estarían crucificando por no ponerlos; y los contrarios hablando de la privación de determinadas competencias en materia antiterrorista a los mossos, lo cual demuestra que la culpa de todo la tiene el gobierno fascista español; y los otros con el mapa de Catalunya en los telediarios, con todos los puntos de origen y destino de los yihadistas convenientemente detallados, demostrando así que la raíz de todo está en Catalunya, solo en Catalunya, nada más que en Catalunya; y los de más allá con el boicot a determinadas autoridades en las manifestaciones unitarias; y luego ya todo lo demás, y sobre todo el reproche lingüístico permanente, constante, en un fuego cruzado vomitivo.
#Bueno_pues_vayanse_ustedes_todos_a_freir_esparragos
La ciudadanía barcelonesa, a pesar de ese mar de fondo que crece, está dando aún un ejemplo de civismo y de saber estar digno de mejor ocasión. Nuestros políticos (en algún momento) y nuestra prensa (en demasiados) deberían avergonzarse. Pero no lo van a hacer: van a seguir devorando la carroña y llamando buitres solo a los buitres de enfrente, sin mirarse al espejo ni por un momento.
La convivencia, el diálogo razonado y la evaluación ponderada de lo ocurrido, se excluyen del tablero, porque lo único que importa es adjudicar la culpa a los otros, y que la parte de la opinión pública que le interesa a cada cual acabe comprando ese discurso.
En algún momento debería haber una rebelión cívica de la gente normal, de la gente no-tan-politizada-ni-tan-idiotizada-por-consignas, que mandara todas estas patrañas del odio a freír monas. Y no solo mediante la pasividad, sino mediante el voto activo. Un voto distinto, que quizás hoy por hoy si siquiera encuentra partidos políticos en que apoyarse.
Hubo un tiempo, hace veinticinco o treinta años, en que tuvimos una oportunidad real para construir un país grande, dialogante y generoso. Un país como algunos (pocos) más que hay por el mundo. Un país civilizado que diera ejemplo de pluralidad. Pero ese momento quedó atrás. En su lugar, por nuestra propia responsabilidad, vivimos ahora en un batiburrillo de resentimientos y desconfianza, un auténtico polvorín del que nadie, por mucha arrogancia que exhiba, sabe realmente cómo vamos a salir. Los responsables de todo esto tienen nombres y apellidos concretos. Su actividad favorita consiste en idear resentimientos, en agrandar minucias y sacar rédito político de ellas. Culpan y demonizan, empaquetan su odio, y lo venden luego en forma de tuits, en forma de artículos, en forma de tertulias con gran audiencia.
Así van a seguir. Y usted, lector, va a continuar comprando esos discursos. Así que usted también es responsable. Todos lo somos.
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