Cisne negro, cisne blanco

El concepto de “cisne negro” lleva años revoloteando por nuestra sociedad y ganando protagonismo. Ahora, el autor del libro que le dio fama, Nassim Taleb, está irritado ante los que dicen que el asunto del COVID-19 es “el mayor” cisne negro que hemos padecido en décadas.

Un «cisne negro» es un hecho generalmente repentino, altamente improbable, que tiene una gran repercusión y para el que no hay forma de asegurarse a priori. Solo a posteriori, sin embargo, muchos le encontrarán explicaciones plausibles e incluso creerán hallar, entre millones de referencias, algún ejemplo de “predicciones” realizadas con anterioridad.  No será cierto: solo ruido aleatorio.

Pero Nassim Nicholas Taleb afirma que el COVID-19 no es ningún cisne negro. ¿Por qué? Porque cisne negro es lo prácticamente inimaginable. Este coronavirus es un cisne blanco, y no es el único que tenemos entre manos. Porque cisne blanco son hechos relevantes y previsibles, que en cualquier momento “levantarán el vuelo”. Cisne blanco es lo que se pudo y se debió prever.

Así que, según él, el COVID-19 no es un cisne negro, porque estábamos avisados y se pudo y se debieron tomar medidas para prepararse ante él. Lo sabíamos, habíamos tenido numerosos avisos (SARS, gripe aviar, ébola) en tiempos recientes, y muchos expertos llevaban décadas avisando de que en cualquier momento aparecería un virus con un período de incubación mayor, o con capacidad de transmitirse sin síntomas, o con mayor potencial de contagio o con todas esas características combinadas en un cóctel explosivo. Sabíamos, también, que vivimos en la sociedad más interconectada de la historia, así que ese virus, el que fuera, el que tenía que llegar, tendría mucho más fácil propagarse que ninguno otro antes.

El COVID-19, por lo tanto, es tan blanco como el cambio climático, el riesgo de inutilización repentina de los satélites artificiales de los que dependemos por una tormenta solar más potente de lo normal, o la posible pérdida de empleos masiva causada en las próximas décadas por la tecnificación y la inteligencia artificial. Se podrá discutir sobre su mayor o menor probabilidad, su mayor o menor alcance, pero no negar, sin más, que su posibilidad es real. Frente a ellos debe debatirse a nivel internacional, al menos, si es necesario tomar medidas y cuáles deben ser estas, para llevarlas a la práctica de verdad.

La cuestión, entonces, es ¿por qué, en realidad, no hubo ningún un debate social ni político previo a la llegada del virus? ¿Por qué la comunidad internacional, en general, no sintió la necesidad de prepararse y dedicar recursos a la tarea?

La cuestión resulta extensible a los otros cisnes blancos que tenemos entre manos: ¿cómo es posible que la sociedad humana más preparada de la historia, la más informada, la que tiene más capacidad técnica, se esté mostrando tan incapaz frente a hechos tan previsibles, que es probable que dejen efectos claros en unas pocas décadas, o incluso menos?

Es posible que el asunto se reduzca a que elegimos a nuestra clase política para plazos más breves, y les pedimos resultados para asuntos más inmediatos que los que plantean los cisnes blancos. Así que para cuando pase todo esto, nuestras sociedades quizás deberían replantearse con qué criterios elegimos a nuestros dirigentes y qué objetivos, demasiado cortos de miras, les llevamos a priorizar. Y los políticos deben asumir su responsabilidad y cambiar de actitud.

Los cisnes blancos que nos quedan pendientes no son desafíos apropiados para una legislatura, sino para toda una generación. No dependen de unas elecciones concretas, sino de un programa a más largo plazo. Así que el reto no se termina con el COVID-19: más bien comienza con él.