Con motivo de los atentados de hoy en Manchester, rescatamos la entrada que publicamos hace dos meses en esta misma web, tras el ataque de Londres.
Publicado inicialmente el 23 de marzo de 2017:
Durante años lo vivimos en España. Cada atentado, cada nuevo acto de barbarie que cometía ETA en los años 80 y 90, era difundido, amplificado, por los medios de comunicación. Y el mero hecho de que se le diera publicidad, servía a los terroristas como acicate para cometer la siguiente atrocidad.
Tanto fue así, que la banda terrorista acabó por buscar más presencia, más impacto, intentando asesinar de la manera que tuviera mayor repercusión mediática. Fue así como llegaron los atentados más sangrientos, aquellos cuyos nombres aún recordamos (Hipercor) o los que ponían sobre el tapete dosis adicionales de crueldad (Ortega Lara, Miguel Ángel Blanco).
El paso de los años va cubriendo con el manto del olvido a centenares de asesinados, pero es precisamente su impacto en los medios lo que hace que unos pocos, precisamente los mencionados más arriba, aún sean recordados. Tenían algo diferente: aportaban un retorcimiento que los convirtió en iconos imposibles de olvidar.
Hoy padecemos otro tipo de terrorismo. Es un terror de base religiosa que está dispuesto a sacrificarse a sí mismo, y eso lo convierte, de raíz, en algo aún más peligroso. Pero es, sobre todo, un terror que ha nacido con la lección aprendida, en una sociedad donde los medios son muchos más, más inmediatos y, también, más propensos al sensacionalismo que nunca.
Al contrario que otros terrorismos, el yihadista no comenzó titubeante para ir aumentando luego la dosis de violencia, hasta acabar devorado por su propia barbarie, como le ocurrió al terrorismo europeo del siglo XX. Al revés: el terror que hoy padecemos comenzó matando no a una, a dos o a tres personas, sino a dos mil, a doscientas, a cincuenta de golpe. Es un terrorismo que explota una nueva forma de miedo, que no está basado en el temor al próximo atentado, sino en el recuerdo de los atentados pasados.
Solo así se explica que los últimos atentados cometidos hayan gozado de tanta presencia en los medios cuando, objetivamente, su alcance es muy inferior a los que los precedieron. Los yihadistas hicieron el trabajo de una vez, en sus primeros años de actuación, y ahora, de momento, se limitan a vivir de las rentas, de forma que les basta la actuación solitaria de locos aislados, apenas vinculados con la auténtica organización criminal, para mantener viva la llama. Nunca salió tan barato para los bárbaros la continuación de su barbarie: los medios de comunicación, y el clima creado en la opinión pública occidental, se lo ponen a diario en bandeja.
En los viejos tiempos de IRAS y ETAS, de Brigadas Rojas y Baader-Meinhof, de terroristas nacidos de pequeños caldos de cultivo locales, ya se discutía, y mucho, sobre la conveniencia o no de dar publicidad a sus acciones.
Hoy ese debate es más oportuno que nunca. Ayer un tipo aislado, violento pero apenas relacionado realmente con quienes van a cosechar los frutos de su acción, mató a tres personas en Londres. El hecho ha gozado de una presencia y de una atención social realmente desproporcionada teniendo en cuenta su auténtica dimensión. Hace escasos años, varios países europeos soportaban golpes continuados y mucho peores sin tantas alharacas y, a veces, hasta con mala conciencia por hacer pública su situación. Hoy parece haber desaparecido el debate sobre por qué amplificamos tanto, y tan mal, unos atentados cuyo único objetivo (por parte de quienes manejan los hilos desde la distancia) es precisamente ser amplificados para hacernos vivir no en el terror, sino en el odio.
Deberíamos abrir el debate, porque este es el problema. No vamos a discutir sobre la necesidad de autocensura a la hora de difundir estas noticias, ni nada parecido. En un mundo como el actual, plagado de redes y de medios informales de comunicación, no hay posibilidad alguna de escapar de lo que el público decida tratar como “viral”. Seguirá habiendo atentados y la gente seguirá dándoles una masiva presencia en la red, aunque todas las televisiones del mundo se empeñaran en silenciarlo. No podemos evitarlo.
Pero deberíamos abrir el debate, no para evitar la difusión del terror, sino para preservarnos de las consecuencias del odio. Porque hay que tener en cuenta que los terroristas, a pesar de su nombre, saben que han perdido la batalla del terror. Seguiremos viajando a su pesar. Seguiremos viviendo, yendo de un lado para otro, dentro de Occidente, sin que la amenaza de su presencia nos retraiga. Nadie cancelará un viaje a Londres o a Berlín o a Nueva York porque se acabe de producir un atentado, más allá de los dos o tres días inmediatamente posteriores a que se produzca. No hay terror y no lo va a haber.
Pero, en cambio, la reiteración de noticias sobre hechos como el de Londres de ayer, ya que no crea terror, sí genera odio, segregación y exclusión. Y justamente de eso se trata. No es casualidad el crecimiento de determinados partidos y determinados discursos en toda Europa y en América del Norte. Ese odio es el legado, exitoso, del terrorismo yihadista. Más que terroristas, los tipejos del ISIS son fabricantes de resentimiento contra los pueblos que dicen defender. Ese resentimiento creciente alimenta la separación entre el mundo musulmán y el resto de la humanidad. Ahí radica el gran triunfo de los fundamentalistas, porque esa separación entre musulmanes y el resto, es la que da sentido a su propia existencia y la que los hace fuertes en sus reductos.
Y, aunque no podemos, de momento, evitar que esto ocurra, al menos deberíamos ser conscientes de ello y no facilitar tanta munición al enemigo.
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