Las normas pactadas no sirvieron para nada, y el primer debate entre los dos aspirantes a ganar las elecciones presidenciales norteamericanas del 3 de noviembre fue un festival de fango conducido no por el moderador, sino por el presidente.
Trump habló mucho más que los otros “dos” protagonistas del debate, interrumpió, se saltó reglas y dominó la conversación, por llamarla algo. A los quince minutos de iniciado, tras dos intentos de reconducir las cosas, el moderador ya había tirado la toalla, porque solo quedaba dejar a Trump hacer lo que quisiera o amonestarle públicamente. Optó por lo primero y que fueran los espectadores quienes juzgaran. Mientras tanto, Biden, pudiendo hablar la mitad, fue protagonista diez veces menos, e intentó inicialmente no caer en el insulto que recibía una y otra vez, pero al final dio al traste con la estrategia y acabó llamando payaso, entre otras cosas, al presidente.
La sensación general es que Trump dio un mitin y Biden intentó ofrecer una imagen de serenidad y rigor que no fue capaz de mantener.
El debate resultó casi siempre insultante y a veces soporífero por lo repetitivo. Con casi un millón de votos ya emitidos por correo (finalmente votarán entre cien y ciento cincuenta millones de personas, probablemente), aún es pronto para saber el efecto que este lamentable espectáculo puede causar entre los norteamericanos.
Trump dijo que pagó “millones de dólares en impuestos”, justo lo contrario de lo que se le ha acusado. Solo falta por saber si la audiencia, entre tanto ruido como hizo, le cree.
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