El presidente de Turquía, Recep Tayyip Erdogan, se ha erigido durante los últimos años en una figura polémica: temido y querido a partes iguales, el político turco, que lleva dos décadas en el poder, se enfrenta este domingo al que constituye el mayor desafío electoral desde que asumió el cargo.
El país parece encontrarse ante un escenario con pocos precedentes, con una oposición que cobra ventaja y busca acabar con un liderazgo que se ha visto resentido, especialmente, a raíz de los terremotos que tuvieron lugar en febrero y que se saldaron con más de 50.000 muertos.
La carrera electoral ha adquirido un nuevo cariz a la luz de la crisis que azota Turquía, con una inflación desbocada y un aumento significativo del paro, cuestiones de las que muchos culpan directamente a las medidas impulsadas por el propio Erdogan, que ha pedido unidad y ha vuelto a acusar a la oposición de apoyar a grupos terroristas en uno de sus últimos grandes mítines antes de la contienda.
Erdogan, de 69 años, inició su carrera política en los años 60 en el seno del activismo islamista, pero no fue hasta 1994 que se convirtió en alcalde de Estambul. Sin embargo, su ascenso político se vio temporalmente frustrado por el golpe de Estado de 1998.
Si bien ahora se ha convertido en el político turco que más tiempo ha pasado en el poder, no fue hasta la década de los 2000 que fundó el gubernamental Partido Justicia y Desarrollo (AKP). La sólida victoria del partido en las elecciones parlamentarias de 2002 aupó a Erdogan a la jefatura del Gobierno, un puesto que no abandonaría hasta once años después debido al límite de mandatos consecutivos establecido en la Constitución turca.
En 2017, Erdogan, que logró dos años antes ser elegido presidente por voto popular, decidió ir un paso más allá; cosechó una nueva victoria en un referéndum que le permitió poner en práctica un viraje hacia un modelo presidencialista que dejaba fuera de juego la figura del primer ministro y le permitía aunar poderes.
El jefe de Estado turco, que ha respaldado un modelo puramente conservador que ha levantado numerosas críticas desde la oposición y sectores minoritarios de la sociedad turca, ha alejado al país de la senda secular establecida por Kemal Ataturk, fundador de la república y figura indispensable para la política turca.
No obstante, los acontecimientos de los últimos años han empezado a pasarle factura a un presidente cada vez más autoritario y represivo que podría sufrir ahora las consecuencias de una respuesta que muchos consideran laxa y caótica ante las crisis y desastres que han golpeado a la población.
A medida que Erdogan trata de situar a Turquía como mediador a nivel internacional, especialmente en conflictos como la invasión rusa de Ucrania, todo apunta a un descenso –paulatino pero consistente– de su popularidad, algo que se ha hecho notar también en el seno de la OTAN, donde sigue poniendo trabas a la adhesión de Suecia por no cumplir con sus demandas.
DEMOCRACIA Y FUTURO
Son muchas las voces que llevan años alertando de que la democracia turca, históricamente frágil, se encuentra en peligro. Las autoridades han aumentado notablemente las medidas contra los disidentes, que acusan a Erdogan de silenciar a periodistas, activistas y opositores, especialmente a raíz del intento de golpe de Estado de 2016.
La intentona golpista propició que el Gobierno pusiera en marcha una dura campaña de arrestos que ha acabado con miles de personas entre rejas. Así, en los últimos 20 años de poder, Erdogan ha colocado al país al frente de un abismo autoritario que ha llevado al poder judicial a estar bajo su ala.
Este caso se materializó en 2022 con la condena e inhabilitación del alcalde de Estambul, el socialdemócrata Ekrem Imamoglu, en lo que constituyó en gran medida en nuevo intento por parte del Gobierno de dejarlo fuera del tablero electoral.
La oposición, por su parte, ha decidido centrar sus apoyos en la figura de Kemal Kiliçdaroglu, que no solo comparte nombre con el histórico Ataturk sino que lidera el Partido Republicano del Pueblo (CHP), la que fue también su formación. Es por ello que estas elecciones presidenciales suponen también una contienda entre dos visiones de Turquía; un secularismo fundacional frente a una vertiente más putinista de la política.
En este sentido, el presidente sigue intentándolo todo para frenar el apoyo a su principal contrincante a medida que necesita de formaciones como el Partido de Acción Nacionalista (MHP) y el Partido Gran Unidad (BBP) para contar con mayoría en el Parlamento.
Aún así, Erdogan no puede dar la espalda al mundo. Necesita del apoyo económico de la comunidad internacional, lo que da un papel relevante a Estados Unidos y la Unión Europea a pesar de las fricciones, que se hacen más tangibles en Siria, donde ha abogado por un fuerte despliegue con incursiones y operaciones contra milicias kurdas.
Erdogan ha desafiado además las objeciones del bloque comunitario en relación con la exploración de hidrocarburos en el Mediterráneo oriental, lo que ha fomentado numerosos roces con Grecia, con quien sigue manteniendo una serie de disputas.
Al mismo tiempo, ha favorecido en el pasado la entrada de migrantes y ha amenazado con abrirles las puertas a Europa, una decisión que va en línea con otras políticas, como su insistencia en el establecimiento de una solución de dos Estados para Chipre, una postura contraria a la de Bruselas.
El presidente se enfrenta un momento crítico que finalmente podría llevarle a pagar por sus errores en un país en el que los ricos se han vuelto cada vez más ricos bajo su mandato mientras la pobreza aumenta a medida que millones de turcos ven imposibilitado cubrir sus necesidades básicas.
A pesar de sus intentos de última hora de granjearse un mayor número de votos con promesas como la protección de las minorías y el aumento salarial, está por ver si finalmente logra tumbar a Kiriçdaroglu en unos comicios que podrían cambiar la historia de Turquía.
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