Tomamos prestado el título de uno de esos mensajes de WhatsApp que en estos días de coronavirus nos conectan a la esperanza (uno de los bueno, porque hay muchos más de los otros, de los malos, los dañinos, los que esparcen odio o mentiras).
Como siempre pasa, somos felices por comparación. Las personas recuerdan a menudo como los mejores momentos aquellos que, cuando fueron vividos, parecían monótonos o anodinos. Y los recuerdan así porque luego, súbitamente, las cosas muchas veces cambian a peor y el pasado cobra un brillo que no tenía en en el momento de ser vivido.
Hoy comienza otro día en el que la estadística dirá que tenemos doscientos, o doscientos y pico fallecidos más en España a causa del Covid-19. Más grave si cabe que eso, que ya es decir, será la situación en que la gente muere. Porque las personas se han muerto siempre, por miles, todos los días, pero la gran mayoría, al menos, no lo hacía como ahora: solos, aislados después de 24, 48, 72, 96 horas de agonía solitaria, con la única compañía de unos sanitarios que tienen a muchos otros a los que atender, y que se reservan las lágrimas y la rabia para cuando vuelven a casa, febriles, para llorar las penas de la jornada y prepararse para las de la siguiente.
Hay cientos, quizás miles de sanitarios asintomáticos, o con décimas, que siguen al pie del cañón, porque sin ellos todo se vendría abajo. Y porque de perdidos al río. Personas que después de eso, cuando salen del hospital con el recuerdo de lo vivido, aún tienen que cruzarse con algunos que salen a hacer footing o a comprar el periódico.
Pocas multas se ponen para lo que algunos merecen, porque da igual si esto es una gripe o no es una gripe: en todo caso es una emergencia sanitaria, estúpidos, y en las emergencias no se discute ni se tiene criterio propio: se obedece y punto, porque en ello otros, no tú: otros se juegan la vida.
Mientras tanto, en Alemania la gente ha estado saliendo a la calle, casi como si nada, casi hasta ahora mismo. Y hace una semana los parisinos montaban colas para largarse a segundas residencias, y los madrileños se fueron, en un goteo lamentable, a la costa, y ayer hacían lo mismo los neoyorquinos, y mañana lo harán todos aquellos a quienes llegue más tarde la alerta. Porque esto no va de madrileños, ni de barceloneses, ni de parisinos, ni de nada. Esto va de la estupidez humana, y esa, la estupidez, está extraordinariamente bien repartida.
El anciano de 73 años que se empeña, contra el repetido consejo de sus hijos, en salir a diario a comprar el periódico, su periódico, o el pan, su pan, o lo que sea, está siendo un estúpido más, o quizás es el estúpido por antonomasia: el egoísta mayor del reino. Porque si vive en una de tantas ciudades medianas de España, probablemente se cruzará con quienes, repletos de virus, salen del hospital cercano tras su turno de noche. Y ese anciano no reconocerá en el rostro de aquellos con quienes se cruza, a los están luchando por salvarle la vida a él y a tantos como él. Ese hombre solo se ve a sí mismo.
Cuando el joven milennial se queja en redes de lo injusta que está siendo la vida con su generación, o de lo aburrido que está, o de cualquier otra soplapoll… no comprende que su generación importa una mierda, que todas las generaciones han pasado lo suyo y que uno, si quiere ser humano de verdad, debe aprender a llorar por los demás antes que por sí mismo.
Hemos esparcido la estupidez, y el egoísmo, el pensar antes que en ninguna otra cosa en nuestro pequeño nicho, y por eso, probablemente, ahora hemos caído en un nicho mayor: el que hemos cavado entre todos.
Cuando salgamos de esta deberemos aprender a ser felices de nuevo, pero estaría bien que fuera de otra manera.
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