Desde su fundación en 1958 hasta ahora han pasado casi sesenta años, que han marcado la historia de España.
Mañana sábado ETA dará un paso más en su abandono de la escena, que en este caso consistirá en lo que ellos llaman “entrega de armas”. Más allá de que se entreguen todas, de que se sepa o no, a estas alturas, dónde están todas esas armas, o de que ese hecho tenga ya alguna importancia, el acto en sí quiere decir mucho. Generaciones enteras de españoles crecieron oyendo hablar de esa “entrega de las armas” como de un algo hipotético, casi inimaginable, un objetivo que se veía imposible.
Pero el futuro ha llegado, y no ha resultado tan imposible como parecía. Quedan atrás más de ochocientos fallecidos, miles de heridos, y una sociedad cuya fractura, que años atrás parecía imposible de cerrar, está cicatrizando deprisa.
ETA nació en dictadura. Su caldo de cultivo fue la clandestinidad y la persecución de sus ideas. Gracias a ello cosechó algunos apoyos explícitos y tibiezas generalizadas. Mientras tanto, tuvo tiempo para asesinar a un presidente de gobierno, pero, sobre todo, a guardias civiles, taxistas, conductores de autobuses o policías nacionales. Objetivos fáciles, anónimos y olvidados, para los que nunca ha llegado una auténtica reparación.
Luego ETA creció en democracia, y no aprovechó la amnistía que esta trajo para incorporarse a la vida civil y defender sus postulados desde las instituciones. Su inercia le llevó a continuar con la espiral, aprovechando la difusión creciente de que gozaban sus atentados. La salida de la cárcel de muchos de sus miembros tras la amnistía de 1977, solo sirvió para que se intensificara su actividad.
A continuación la sociedad padeció casi en silencio, durante los años 80 y 90, toda la brutalidad de la banda, que pasó por aquellos años en medio de divisiones (primero) y radicalizaciones (después). La respuesta social fue tímida, mientras que los gobiernos reaccionaban desde la incapacidad (la mayoría) o la ilegalidad ( organizando acciones terroristas paralelas – y chapuceras- como las de los GAL).
Durante aquellos años, ETA continuó matando, y su búsqueda de mayor impacto social trajo escenas inolvidables y durísimas.
El asesinato de Miguel Ángel Blanco marcó un antes y un después en la percepción social de la organización terrorista. ETA había cometido atentados mucho más salvajes, más brutales y más indiscriminados, pero el ensañamiento y la insensibilidad que demostró con un joven concejal secuestrado, abrió por primera vez de manera rotunda una brecha en la sociedad vasca. La condena en voz baja o con sordina, se convirtió de pronto, desde aquel día, en un grito casi unánime.
A pesar de que ETA siguió asesinando durante muchos años más, realmente desde aquel día de verano de 1997 en que decidió asesinar a Miguel Ángel ya solo le quedaba un camino: la disolución. Su gran activo, que siempre había sido una pequeña pero relevante parte de la sociedad vasca, había desaparecido de pronto.
Todo lo ocurrido después nos ha llevado hasta aquí. Los gestos cosméticos, propagandísticos, los grandes comunicados que se suceden en los últimos tiempos, solo tienen una finalidad, encubrir el hecho de que solo quedan dos cosas por solventar: una auténtica reparación para las víctimas, y una salida personal para los pocos presos que le van quedando en las cárceles.
Para las nuevas generaciones todo esto son cosas del pasado. No saben la suerte que tienen.
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