Cuando un problema parece remitir, siempre aparece otro en su lugar. Nunca esta verdad ha sido tan evidente como en el caso del COVID-19, en la que desde el principio supimos que en cuanto la enfermedad remitiese todo el mundo pondría el foco en la situación económica que nos iba a dejar.
Las noticias económicas están ganando terreno poco a poco en las portadas, y así seguirá siendo, por desgracia, en los próximos meses. El gran debate se va a suscitar entre los que demandarán estímulos públicos para salir adelante, con la vista puesta a veces en su propio sector o grupo social, y los que demandarán precisamente lo contrario, recortes que impidan lo que ellos vaticinan: el colapso al que nos llevará el gasto público. El debate ya está ahí pero se acrecentará semana a semana, y tiene una versión más light pero igualmente controvertida: la petición de subidas de impuestos que otros hacen, precisamente, para no tener que recortar gastos o para poder aumentarlos.
En un contexto en que la deuda de nuestras administraciones públicas ha subido en pocos meses del 99% al… ¿110? del PIB, y es inevitable que siga haciéndolo en el futuro, hasta acabar el año bastante por encima de estas cotas, la cuestiones de en qué gastar más, en qué ahorrar más y de dónde sacar el dinero que nos va a faltar, son la base de las decisiones económicas que se adopten, y marcarán el acierto o error de las políticas gubernamentales. Todos son conscientes de que serán necesarios grandes cambios en estas políticas, pero discrepan precisamente sobre cuál debe ser la línea en que se produzcan estos cambios.
Con todo ese debate en ciernes se olvida una cuestión de cierta importancia: la inflación. Una inflación galopante es mala, pero una bajada continua de precios puede resultar catastrófica para una economía. La Unión Europea está ya en riesgo de caer en deflación, aunque la mayoría de países aguantan aún con tasas positivas. En España, por nuestra parte, todas las comunidades autónomas están ya en cifras negativas salvo Canarias, y el conjunto del país marcó un -0,7% en el mes de abril. La falta de actividad económica y la desescalada más lenta que en otros países tendrán su efecto en este índice, y pueden acabar creando un problema serio a los deudores particulares: en un contexto de bajadas de precios, sus deudas (sus hipotecas, sus préstamos) cada vez serían más difíciles de pagar, porque su importe efectivo será mayor. Quien adeuda 50.000 euros en un ambiente deflacionario debe, cada mes que pasa, más que quien lo hace en un ambiente económico expansivo. Además, si la deflación se hace crónica, tiene otro efecto perverso: retrasa las decisiones económicas, por ejemplo las de consumo, porque esperar para comprar permite asegurarse mejores precios. Y eso, cuando precisamente necesitamos más demanda para reactivar la actividad, puede significar la tumba del empleo.
Este es el panorama, y por eso algunos ponen especial énfasis en lograr que no acabe por instalarse en España ni en el conjunto de la Unión Europea un ambiente deflacionario. En unos días conoceremos el dato adelantado de inflación de mayo, que será clave para evaluar la situación, aunque las auténticas conclusiones, las casi definitivas, las podremos sacar pasado el verano. Al mismo tiempo, en poco más de una semana, también tendremos los resultados mensuales del paro en las oficinas de empleo, y empezarán a publicarse indicadores más generales de coyuntura económica que incluirán ya la situación posterior al inicio de la crisis del coronavirus.
Bienvenidos a la nueva realidad, en la que, por suerte, de momento los datos de fallecidos por el COVID-19 cada vez despertarán menos atención mediática, pero, en cambio, estas otras cifras cada vez tendrán más protagonismo.
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