Sobre España, Catalunya, Tabarnia, y los límites de la soberanía

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¿No sabe usted qué es Tabarnia? Pues no se lo tome a broma porque estas cosas siempre empiezan así. Cuando algunos italianos del norte, hartos, según ellos, de aportar enormes recursos al corrupto sur, crearon el concepto de “Padania”  y se lanzaron a reclamar la independencia, pocos les hicieron caso. Hoy el partido que defiende esas ideas, aunque de hecho ha renunciado a sus objetivos máximos, está consolidado en el panorama político y puede ser decisivo para el gobierno de Italia.

Cuando hace treinta o cuarenta años se oía hablar del independentismo catalán, muchos no le daban, tampoco, ninguna importancia. Durante décadas el asunto fue tratado con sordina, cuando no con desprecio, hasta que precisamente ese desprecio, unido a la propaganda interna, que aireaba presuntos agravios económicos (y lingüísticos), y a la crisis de 2007-2014, hicieron que la opción independentista se convirtiera en mayoritaria en muchos sectores de la sociedad catalana.

Pasados los años, el convencimiento independentista se ha afianzado pero, a su vez, surgen réplicas a menor escala. El Valle de Arán, la costa sur catalana y el área de Barcelona muestran claras resistencias a unirse a la mayoría independentista.

Mapa de presuntas mayorías difundido por bcnisnotcat.es

Ha surgido así la iniciativa “Tabarnia”, que pretende hacer de la costa catalana (o de las provincias de Tarragona y Barcelona, o de alguna otra variante no determinada) un territorio separado en caso de que se lleve a cabo finalmente la independencia de Catalunya.

La idea en sí parece descabellada y no tiene ningún futuro, pero la cuestión que deja ver es importante: ¿qué ocurriría si en un referéndum, el conjunto de Catalunya optara por la independencia pero zonas bien definidas del territorio fueran contrarias a ella?

La respuesta tradicional de los nacionalistas (con la excepción parcial del Valle de Arán) es que Catalunya no es troceable y, por tanto, no tiene sentido revisar los resultados provincia a provincia, veguería a veguería,  municipio a municipio.  Ignoran que su postura es idéntica a la de quienes dicen que España no es divisible y que un referendum sobre el destino de Catalunya solo tiene sentido si se plantea al conjunto de los españoles, porque a España entera le afecta.

En todos los debates independentistas subyace el gran problema: ¿hasta dónde es troceable la soberanía? ¿cuál es la unidad básica que puede ser titular de la misma y, por tanto, puede llegar a tener derecho para decidir sobre su “destino”?

Los Estados asentados, con Constituciones vigentes, no suelen tener problemas con esto: la unidad básica es el Estado, porque así lo dice la propia Constitución. La Constitución basa su legitimidad en la soberanía nacional pero, a la vez, la propia Constitución es la que garantiza que esa es la única soberanía existente. El círculo se cierra y la fuente de legitimidad se justifica a sí misma, con lo cual el ordenamiento jurídico es coherente.

Los movimientos independentistas, en cambio,  no disponen de este argumento. Asumen su derecho a la secesión, pero no tienen un discurso similar frente a las demandas de ruptura interna que les surgen. Esto es grave porque casi siempre existen zonas mixtas, áreas de transición entre sentimientos nacionales opuestos, o incluso enclaves no nacionalistas justo en el corazón de territorios nacionalistas. Mirar para otro lado frente a esta realidad no es la solución.

No se trata de una discusión teórica: hay muchos lugares en el mundo en que el problema salta de las aulas de Filosofía del Derecho a los mapas. Cuando la Unión Soviética se desintegró dejó como secuela toda una serie de conflictos territoriales.

No tener cerrado este asunto ha causado allí miles de muertos, guerras intestinas y migraciones forzadas. El ejemplo de Kosovo, en la antigua Yugoslavia, es otro exponente del mismo problema, por no hablar de la guerra local aún latente al este de Ucrania. Millones de personas viven hoy en día en Estados fantasma, independientes de hecho de estados a su vez independientes de la antigua metrópoli, en una nueva modalidad de muñecas rusas.

No parece que, afortunadamente, por estas latitudes estemos abocados a un conflicto militar ni a nada parecido, así que tendremos que encontrar de una forma u otra vías de solución pacíficas.

Porque, desde luego, el asunto de hasta dónde llega la soberanía, y con qué legitimidad se aspira a trocearla, no ha sido resuelto por nuestros nacionalistas locales. De hecho, su actitud ordinaria consiste en negar el problema, amparándose en que la nueva legalidad (la catalana, por supuesto)  será por definición democrática y aplicable a todos. Para ello plantea ahora Puigdemont un referendum sin mayorías reforzadas, sin quorums especiales, sin más marco legal que la legitimidad de “sacar las urnas a la calle” como si la voluntad constitucional de un pueblo para decidir sobre el hecho más trascendental de su historia se pudiera solventar mediante una votación 51 a 49 en una mañana de otoño. Olvida Puigdemont que un simple cambio constitucional, en la mayoría de los países, exige mayorías reforzadas (de tres quintos, de dos tercios en parlamentos puestos muy de acuerdo, combinado con referendums también reforzados, etc, etc). Olvida Puigdemont que lo que plantea es mucho más que un mero cambio constitucional: es un proceso constituyente en el que se instaure, para los restos, una nueva soberanía. Un proceso que pretende pasar, literalmente, por encima del anterior, pero exigiendo unas mayorías y con unos presupuestos constituyentes mucho más laxos que aquellos que se quieren superar. Esto no es serio.

Semejante actitud, irresponsable, recuerda a la que muchos políticos españoles han sostenido durante décadas frente al nacionalismo periférico. Las consecuencias están a la vista. Porque es obligado cumplir las leyes que regulan nuestra convivencia, pero también lo es atender a la voluntad inequívoca de los habitantes de los diversos territorios. Si no contamos con la voluntad de todos, y a la vez con la voluntad de cada parte, la democracia acaba fracasando. Convendría mirarse en el espejo de Canadá, quizás el Estado que ha encontrado un encaje constitucional más equilibrado para el problema de la existencia de voluntades distintas dentro de sí. El camino de la Ley de Claridad de Canadá parte de tres puntos esenciales:

  • Un acuerdo ineludible entre el Estado y el territorio en cuestión.
  • El respeto escrupuloso al marco legal vigente, y
  • La atención a la voluntad inequívoca de los ciudadanos de los territorios afectados (mayorías reforzadas y reiteradas, por ejemplo, contundentes, que alcancen a todo el censo y no solo a los que manifiesten expresamente su opinión).

Solo entendiendo que los tres puntos son igualmente esenciales, se puede acabar resolviendo el problema del cómo, con qué garantías y hasta dónde es posible trocear la soberanía. Empeñándose en aplicar la ley vigente, sin más, como si las normas fueran entidades abstractas irreformables y ajenas a la realidad, o, por el lado opuesto, convocando referendos unilaterales, jamás se llegará a nada. Finalmente unos y otros no conseguirán otra cosa que hacer nacer Catalunyas secesionistas primero, y Tabarnias y más Tabarnias después. En esas estamos…

 

Partición hipotética de Catalunya basada en resultados electorales. Fuente: eldiario.es

 

Una Tabarnia más, entre las muchas posibles. Fuente “bcnisnotcat.es”

 

Podemos seguir estirando el asunto hasta el absurdo, si queremos. De hecho nuestros políticos, todos, llevan década comportándose ( y arrastrando con ellos a la población) como si se pudiera ignorar alegremente uno de los dos principios básicos que son la base real de todo sistema democrático: el imperio de la ley por un lado, y el respeto a la voluntad última de los ciudadanos, por otro.  

Si cada parte se encierra en la mitad del asunto que le interesa, no habrá solución posible, porque finalmente solo nos quedará un serio conflicto, permanente, enquistado, que nos empobrece a todos y no solo económicamente. No basta decir que hay que aplicar la ley. No basta decir que hay que respetar la voluntad popular. Es necesario reformar la ley para acoger todas las variantes relevantes de la voluntad popular, y es necesario que esa reforma garantice que los cambios transcendentales se decidan mediante mecanismos también transcendentales, muy exigentes, inequívocos, “muy” mayoritarios y reiterados.

Todo lo que no sea entender lo anterior son juegos de artificio y maniobras políticas interesadas de corto plazo. Ninguno de los  requisitos básicos necesarios para que este asunto se resuelva se cumplen, ni desde un lado ni desde el otro, en la Catalunya de hoy. Entonces: ¿sobre qué están discutiendo exactamente?, ¿sobre cómo atender mejor a las demandas inequívocas de mayorías sociales abrumadoras, o sobre la querella entre dos bandos políticos que garantizan sus respectivos caladeros de votos gracias a ella?

Esta querella pequeña, mezquina, acabará por dañarnos más de lo que creemos. Conviene no tomársela a broma. Nacerán Tabarnias y contra-Tabarnias. Habrá conflictos cada vez más graves, y esperemos que solo sea en el nivel político e institucional. No encontraremos una salida legal convincente. Perderemos todos, tanto en lo político como en lo económico, pero sobre todo en la convivencia entre las personas, que es lo más importante. Y pasaremos muchos más años así, viendo cómo la situación se vicia cada vez más, con las aguas estancadas.

No podemos seguir por este camino: solo necesitamos un poco de esa grandeza política que, de momento, no se detecta por ningún lado. Pero en algún momento habrá que dar el paso, y deben darlo simultáneamente ambas partes, porque si no lo hacen no encontraremos una solución.  El mapa del mundo está lleno de conflictos duros, sin sentido, sin salida. No necesitamos ni uno más y mucho menos en nuestra propia casa.

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