Sobrevivir al terror

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Los niños de la transición  crecimos con ETA. Cada cuatro o cinco días nos desayunábamos con la noticia de otro atentado. Un muerto, dos heridos. Dos muertos…

Fueron veinte, treinta años de goteo. Los niños y adolescentes de entonces estábamos acostumbrados y los mayores vivían como anestesiados. A quienes más les afectaban los atentados, a los que les tocaban directamente, les cambiaba la vida. A esos sí. En segundo plano, a quienes les afectaban más de cerca por su profesión, manifestaban mayor indignación e ira. Pero el conjunto de la sociedad sentía un dolor difuso, constante, apagado, del que solo despertaba de verdad cuando algún atentado, por sus características, impactaba más. Miguel Ángel Blanco, Ortega Lara, Hipercor…

Algunos extremistas, pocos, proponía soluciones radicales contra aquella barbarie. Cierto intento de golpe de Estado usó como coartada el terrorismo. Nunca faltaba, además, para los adolescentes de los años ochenta, la visita a la casa de algún tío o abuelo que defendiera con vehemencia, aparte de la habitual pena de muerte, poner los tanques en Miranda de Ebro y arrasar Euskadi (“Vascongandas”, decían, en el colmo del cabreo). Afortunadamente, tales excesos verbales eran solo eso: anécdotas surgidas de la indignación, pero nunca defendidas en serio, o, al menos, nunca compartidas por la mayoría de la sociedad.

Ganamos: con errores, con guerras sucias que solo sirvieron para dar más munición a los terroristas, con paciencia. Sin ceder ante las pretensiones de la extrema derecha y sin salir del difícil camino que marca la ley, ganamos.

Debemos mucho a aquellos novecientos muertos y a su sacrificio. Debemos mucho a unos familiares que supieron no tomarse la justicia por su mano, y a la contención de toda la sociedad.

Nos queda, ahora, la democracia. La gente lucha, en todas partes, por conseguir sus ideales mediante las urnas. No es un camino fácil, pero no existe otro. Parece que en España, o en el Estado Español, o como cada cual quiera llamarlo, ya nadie duda de esto. Resulta casi inconcebible que alguien, en un pasado tan cercano, pensara de otra manera.

Pero ahora no nos matan de uno en uno, sino de cien en cien. Ahora el enemigo no sale de nuestras entrañas, sino de nuestros vecinos. Ahora la amenaza es mayor y el campo de batalla más grande. Ahora la respuesta serena de la sociedad no está tan clara, porque los partidos xenófobos crecen en toda Europa como respuesta a la situación, y no podemos descartar que acaben por hacerse con el poder en varios países.

El problema es mayor, la dimensión más grande, pero  la respuesta ante lo que está ocurriendo tiene que ser la misma (en lo bueno) que tuvo España en los años 80 y 90. Nuestra vida debe continuar. Hay que perseguir a los asesinos. No hay que etiquetar a todo un pueblo (o una religión) como culpable de nada, pero sí tenemos que apelar a que los musulmanes dén un paso adelante y se pongan al frente de la manifestación contra sus propios bárbaros para que las cosas cambien desde dentro, donde tienen que cambiar, que es en la cabeza de los asesinos. Y solo cambiarán cuando se sientan presionados por los suyos.

Pero el fondo debemos tenerlo claro. Los asesinos no pueden marcar nuestra agenda: ni la agenda política, ni nuestros viajes, nuestro ocio, nuestras vacaciones ni nuestra libertad.

Puede parecer que nos están ganando, pero no es cierto. Cuanto más fuerte golpean, más desesperados están al no lograr sus objetivos. Cuanto más ruido pretenden hacer en nuestras ciudades, más retroceden en sus zonas de origen. Cuanta más normalidad opongamos a la barbarie, antes la derrotaremos, y antes habrá deserciones masivas y disensiones en sus filas. Porque la cuestión no es saber si derrotaremos a los bárbaros: la única cuestión es saber cuántos años tardaremos en hacerlo y cuánto nos queda aún por sufrir.

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