Tantas catástrofes anunciadas… y al final era esta

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Si por algo se caracterizó el periodismo de los años 10 fue por la superficialidad.

Comenzamos esa década aún con el papel del periódico bajo el brazo. Mucha gente compraba por entonces el periódico bajando al kiosko, una o dos veces por semana, sobre todo los domingos. Algún loco, incluso, lo hacía a diario…

El periódico, allá por 2010, era una cosa física que se diseñaba en una redacción, a lo largo de horas y horas de trabajo, y se fabricaba en una imprenta también física, por miles o por cientos de miles, con toneladas y toneladas de tinta y de papel. Para cuando salía a la calle, lo que contenía eran las noticias de ayer. Esto ahora nos parece casi inconcebible, pero así eran las cosas… en aquellos tiempos de la prehistoria. Había incluso artículos de opinión e investigaciones que se preparaban durante semanas. Pásmense. Para lo inmediato siempre estaba la tele, encendida durante muchas horas en la cocina, en el salón.

No es que entonces todo fuera maravilloso. Existía también la manipulación y la mentira, la brocha gorda y el titular fácil, pero al menos quedaban algunos huecos libres para la reflexión y el largo plazo. Ahora parece que ni eso.

Porque todo cambió en apenas un par de años. Súbitamente internet se hizo viral y la gente empezó a pensar que pagar dos euros al día por leer noticias atrasadas era una locura. La ola del gratis total lo inundó todo, desde los libros hasta las películas, y por supuesto la prensa. Con ella llegó otra: la del “clic fácil”.

El lector ya no tenía que escoger ante el kioskero, despacio, un periódico u otro, para pagarlo en el acto con un par de monedas sacadas del bolsillo, sino que lo tenía todo al alcance de la mano en su propia casa. Era algo fantástico, ¿no? Bueno, sí, pero había dos problemas: uno más prosaico y otro psicológico.

El prosaico es que los periódicos empezaron a pasarlas canutas para llegar a fin de mes: los de papel porque cada vez los compraba menos gente y los nuevos digitales porque nadie los compraba; salían gratis. A nadie le gusta cerrar, así que unos y otros se metieron en una alocada batalla para llamar la atención y ganar lectores.

El problema psicológico , o psico-social, era que las personas se hicieron menos exigentes y sustituyeron deprisa y corriendo la tradicional e importante decisión sobre con qué periódico informarse, por catorce decisiones diarias completamente intrascendentes (cliqueo aquí, pico allá…) basadas en impulsos del momento.

Ambos hechos llevaron a la prensa por el mismo camino: había que rentabilizar las visitas, contratar publicidad llamativa, cuadrar los ingresos como fuera, llamar a la puerta de las administraciones mendigando subvenciones, bajar los costes (las nóminas), y, en definitiva, conseguir la atención inmediata de un lector caprichoso con titulares concluyentes, llamativos, espectaculares…

Así que, de repente, entre 2011 y 2015 nos fuimos llenando de meteoritos que estaban a punto de chocar contra la Tierra, tormentas solares que nos dejarían fritos en cuestión de horas, vacas voladoras y cien mil catástrofes y cosas absurdas más. El resultado, por sobreexposición, ha sido una inmunización general contra los titulares llamativos, de manera que ya nadie cree nada y ya nadie se toma nada en serio. Todo es un cliqueo espasmódico donde el lector (que finalmente es la misma persona que el votante) salta de lo fácil a lo fácil y no quiere que le líen o le hagan pensar.

La política ha seguido por el mismo camino, por supuesto, porque hay que satisfacer las demandas del que vota. Así que, si nuestra casta dirigente siempre dijo bastantes tonterías para contentar a la parroquia, la banalización de los últimos años ha acentuado aún más esa tendencia. Los discursos populistas han proliferado como hongos en todos los puntos del espectro ideológico. No es cosa de derechas o izquierdas: afecta a la sociedad entera.

Y dicho y hecho. Estábamos en 2014 o 2015, y rodeada por otras cien mil catástrofes anunciadas, nos avisaron de la catástrofe verdadera. Pero nos la tomamos a risa. Ni lo leímos, ni lo supimos. El ruido lo envuelve todo y convierte todo en intrascendente.

Así que el anuncio de la pandemia, reiterado, serio, con datos, fue para el lector solo un titular más entre miles de titulares. Otro más para el olvido, como la decimoquinta noticia que era, hasta en el más serio de los rotativos (justo al lado del anuncio ese que nos aclaraba qué fue de Leticia Sabater, o que nos decía que para que el intestino marchara bien había que comer huevos duros).

Quienes avisaban de la llegada de una (o muchas) pandemias fueron desatendidos. Ni siquiera sirvió para nada que en el cielo aparecieran estrellas que lo confirmaban, llamadas “ébola”, “gripe aviar”, “SARS”, “gripe A”, etc, etc. Como no llamaron directamente a nuestra puerta, las archivamos en nuestro cerebro, más allá de la anécdota, como si fueran una tontería más.

La catástrofe inminente había sido descrita de manera precisa, casi milimétrica, por voces autorizadas, y contaba incluso con algunos defensores con presencia mediática. Pero hasta la previsión se teñía con tintes tan apocalípticos que nos la tomabamos a risa. Como quien oye llover.

Ante un riesgo tan evidente, prevenir suficientemente la pandemia nos hubiera costado, si lo hubiéramos hecho cuando tocaba, una milésima parte de lo que nos va a suponer ahora sufrirla. Eso en dinero, no digamos ya en vidas humanas.

Pero reflexionemos un momento: ¿qué hubiéramos dicho los votantes si algún gobierno, o, mejor aún, un conjunto de gobiernos, hubieran gastado unos pocos miles de millones de dólares durante cada uno de estos años para dotarnos de los medios necesarios para afrontarla? ¿Qué gobernante habría podido soportar el coste de las críticas por “tirar” a la basura semejantes cantidades?

Prevenir la pandemia hubiera implicado que nunca habría llegado a tener la dimensión que ha adquirido. Y de ser así: ¿qué diríamos ahora mismo de los dineros invertidos para evitar algo que jamás habría ocurrido? ¿Qué jugosa tajada podría obtener la oposición, cualquier oposición, con semejante arsenal dialéctico?

El Covid-19 debería hacernos reflexionar sobre los criterios con los que juzgamos las políticas de los gobiernos. ¿No habremos primado la inmediatez, las medidas populistas, con rédito electoral, en lugar de las visiones a largo plazo? Culpar a los que mandan es sencillo, y además es un ejercicio demócratico imprescindible, pero ¿no seremos todos, como sociedad, en gran parte responsables del camino emprendido?

Hoy algunos culpan al gobierno porque decidió tarde y mal (dicen), y otros culpan a la oposición porque cuando gobernó desmanteló lo público (afirman), pero curiosamente ni unos ni otros se molestan en argumentar contra las culpas que les atribuyen los adversarios. Cada cual en su burbuja, cada cual con su discurso, importa más arrojar porquería sobre el enemigo que reconocer lo que han hecho mal los nuestros.

No podemos proponer que la gente vuelva a leer sesudos periódicos de papel, porque el mundo en que eso era posible no volverá jamás. Pero sí deberíamos hacer un poco de pedagogía para que se deje de cliquear alocadamente, para se vuelva a analizar más y a tener espíritu crítico. Que de vez en cuando se hiciera caso a los expertos, a los científicos, a los que saben, y no al último político que vocea, ya sería inaudito. Y que premiásemos el discurso sosegado y no el exaltado sería el acabóse.

Deberíamos proponernos no olvidar jamás esta dura lección. Distinguir la bazofia que nos rodea de los contenidos de calidad cuesta, pero solo hay una forma de hacerlo: empleando tiempo y espíritu crítico. No dejándonos llevar por un partidismo amorfo, siendo exigentes con los de nuestro bando antes que con los del contrario, ganaríamos mucho. Solo después podríamos exigir a los gobiernos la adopción de políticas a largo plazo, y solo entonces ellos estarían dispuestos a emprenderlas aunque no les proporcionaran ventajas electorales a corto.

Porque si al salir de esta continuamos como hasta ahora, iremos mal, jodidamente mal, al encuentro de la próxima.

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