Aunque las elecciones para elegir al nuevo (o para reelegir al viejo) presidente de los Estados Unidos no se celebrarán hasta el 3 de noviembre, se extiende ya por los ambientes políticos norteamericanos la sensación de que se está en campaña. O, al menos, Trump ya lo está.
El contexto es claro y a la vez complejo. El primer dato, el esencial, es que falta mucho, tanto que todo puede ocurrir. Pero el segundo, no menos relevante, es que cada vez falta menos, con lo que hay que llegar colocado a la línea de meta. Y Trump sabe que, hoy por hoy, no lo está.
Solo quedan dos candidatos a la presidencia, dos ancianos no del todo venerables:
- Un tal Donald Trump, millonario excéntrico, dado a las declaraciones grandilocuentes, y que llegó a la presidencia hace cuatro años gracias al rechazo que suscitaba su rival, Hillary Clinton, a que en los meses previos a la votación supo apelar unas cuantas teclas clave para los sentimientos del americano medio de 2016, y a que las carambolas de un sistema electoral curioso le favorecieron.
- Un tal Joe Biden, exvicepresidente con Barack Obama, que ha ganado la nominación demócrata al estilo Induráin, gracias que sus rivales se fueron descolgando uno a uno de un pelotón del que él nunca tiró pero en el que siempre aguantó. Un exvicepresidente envuelto en constantes pero nunca confirmadas acusaciones de acoso, que parece siempre al borde de caer en olvidos y demencias propios de la vejez, pero que nunca acaba de traspasar el límite.
Al presidente Trump se le han colado en la precampaña, por si fuera poco, dos asuntos que le traen de cabeza: una gestión controvertida del asunto del coronavirus y los incidentes raciales. Respecto al COVID-19, inicialmente fue capaz de capitalizar la oleada de protestas contra las restricciones a la libertad que se difundieron por todos los estados. En un país que ama como ningún otro la libertad individual, y que recela como pocos de los mandatos colectivizantes, Trump tenía muchas cartas para aprovechar la pandemia y conseguir reforzarse con un discurso anti-limitación de derechos, en la línea, tan americana, del “déjenme cuidar de mí mismo y no me digan qué debo hacer”. Pero la acumulación de fallecimientos y la evidencia del descontrol de la enfermedad en lugares clave como New York, han hecho que cualquier “efecto bandera 🚩” a favor del presidente se haya disuelto.
Por otro lado, se ha reabierto en un momento inoportuno para Trump el asunto, nunca cerrado del todo, de la tensión racial. Los incidentes de Minneapolis son la muestra de ese permanente debate sobre las desigualdades sociales y raciales que está presente en el país. Con este contexto social y político, si no hace nada, Trump no puede ganar en noviembre. A Biden le basta con limitarse a “seguir en el pelotón”, pedalear sin descanso mientras se suben las cuestas, aguantar, y dejar que el presidente, que es el que tira, acaba desgastado y hundido.
Pero el hecho fundamental es que esto no ha hecho nada más que empezar. Por eso Trump pretende hacer ahora lo que siempre ha hecho, con notable maestría: aprovechar sus puntos flacos, darles la vuelta para transformarlos en oportunidades, arengar a los suyos y coger aire justo cuando más falta le hace.
Para mitigar los efectos negativos del goteo de fallecimientos por el coronavirus, Trump ha decidido focalizar sus mensajes en dos diablos de fácil venta interna: China y la OMS. Acusando al gigante asiático de ocultar datos, aventando la teoría de la fabricación artificial del virus, y colocando así la responsabilidad en el rival externo, el presidente espera ganar crédito entre los numerosísimos norteamericanos que están dispuestos a comprar ese relato. Por su parte, alejando a los Estados Unidos de la Organización Mundial de la Salud, aprovechando la obviedad de que esta cometió algunos errores notables con sus recomendaciones iniciales sobre el COVID-19, Trump espera movilizar también el alma antisistema de gran parte de su país, ese recelo norteamericano hacia cualquier organización que pretenda controlarnos la vida.
Por último, a Trump no se le escapa que incidentes como los de Minneápolis pueden incluso favorecerle, si consigue mantenerlos dentro de ciertos límites mientras deja que sea la propia sociedad la que se vaya decantando. Trump sabe que este tipo de protestas suelen acabar perdiendo gas, lo cual le favorece, pero al mismo tiempo reafirman a cada grupo en lo suyo. Teniendo como base de su triunfo electoral al americano medio, blanco y con un difuso sentimiento diferencial respecto a otras etnias, los incidentes pueden acabar convirtiéndose en una baza a su favor.
Porque nada le importan ni a Trump ni a Biden los votos que puedan conseguir en Nueva York, California, Alaska o Alabama). Esos estados ya están perdidos (o ganados). A Trump solo le interesa recuperar unos pocos cientos de miles de votos, concentrados en estados que ahora mismo pierde según casi todos los sondeos, como Florida, Pennsylvania o Wisconsin, y que, de retornar a él, le permitirían volver a ganar.
Donald Trump y Joe Biden saben muy bien que, tal y como están las cosas, dos son los escenarios más probables:
- En el primero, Biden ganará sin problemas en todos los estados clave y arrasará en el resto del país, dejándole a Trump el triunfo en apenas quince o dieciséis estados fieles, generalmente pequeños y puramente testimoniales.
- En el segundo, Trump logrará de aquí a noviembre recuperar algo el tono, lo justo para empatar en votos con Biden (o incluso perder, pero por poco) pero triunfará en la mayoría de los estados indecisos, y con ello se llevará la reelección.
En la práctica, por raro que parezca, esto supone que hoy por hoy Donald Trump tiene aún casi tantas posibilidades de ganar la carrera como Joe Biden.
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