La verdad sobre el cambio climático

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Nos decían que el tabaco podía ser pernicioso y que quizás estaba asociado al incremento del cáncer de pulmón. En 1970 o 1980  aquellas afirmaciones eran solo una posibilidad, no una certeza. Los médicos fumaban aún en las consultas, los presentadores en la televisión, y los padres en el salón de las casas.  A esas dudas que persistían se agarraban las compañías tabaqueras para mantener la publicidad, los bares para luchar contra la prohibición de fumar en su interior, y los fumadores para echar el humo a la cara de los demás sin sentirse culpables. Pero pasaron los años y estudios más profundos demostraron finalmente que los efectos del tabaco eran aún peores que lo que nos habían dicho en un principio. El mundo comprendió, por fin, y se tomaron medidas. Hoy los ambientes públicos son más saludables y el cáncer de pulmón ya no crece.

También nos decían que el aceite era un alimento que podía ser dañino, porque las grasas no eran recomendables. Pero pasaron los años y estudios más profundos descubrieron que los distintos tipos de grasas tenían diferentes efectos sobre el cuerpo, y que algunos eran beneficiosos. El aceite de oliva, entre muchos otros productos, fue rehabilitado primero y ensalzado después, y hoy todos sabemos que es excelente.

Ahora, desde hace algún tiempo, muchos científicos nos dicen que el clima está cambiando por nuestra culpa y que la Tierra entera se encuentra en serio peligro. Afirman que debemos tomar medidas urgentes para acabar con un problema que puede incluso hacernos desaparecer como especie.

¿Pero por qué vamos a creerlo, cuando otros científicos dicen justo lo contrario? ¿No se han equivocado, y mucho, otros científicos en el pasado? ¿No deberíamos estar seguros de que el cambio es real antes de tomar medidas? La carga de la prueba la soporta quien hace una afirmación, no quien la niega…

Desde luego, si no hubiéramos hecho caso a los supuestos expertos y hubiéramos tomado más aceite de oliva hace treinta o cuarenta años, ahora seríamos un poco más saludables. Pero también es verdad que si muchas personas que no atendieron a los expertos y siguieron fumando como cosacos se hubieran comportado de otra forma, hoy todavía estarían vivos.

Entonces, ¿cómo sabemos si debemos hacer caso o no a los científicos? Solo hay una forma: sopesando, con la información de que disponemos en cada momento, los costes y los beneficios que cada medida nos supone, para sí decidir con razonabilidad.

La clave del asunto, por tanto, es que no hablamos de certezas, sino de probabilidades. Nadie tiene una seguridad absoluta en nada. La gran mayoría de la humanidad, de hecho, (incluyendo a Donald Trump, a Mariano Rajoy y a Angela Merkel) no tiene ningún conocimiento real que le permita saber si de verdad estamos o no en medio de un cambio climático provocado por el hombre. Solo podemos hacer una cosa: escuchar a los expertos, esperar que sus investigaciones sean cada vez más precisas, y mientras tanto ir tomando medidas (o no) a la luz de los datos.

El asunto del cambio climático es complejo, porque siempre ha habido cambios en el clima derivados de la dinámica de la Tierra, el Sol y todo lo que los rodea. Pero lo que se discute ahora es si estamos provocando nosotros un cambio mayor, más rápido y catastrófico que los que provienen de causas naturales.

¿Qué dicen los expertos?

Dicen de todo. Para ser sinceros, algunos sostienen justo lo contrario de lo que afirman muchos otros. Esto no es sorprendente: siempre ocurre así cuando se está debatiendo sobre cualquier hipótesis. El método científico avanza, muchas veces, mediante el planteamiento de hipótesis, la experimentación, el cuestionamiento permanente de los resultados, la crítica y la hipercrítica, la comprobación, la revisión, las verificaciones ulteriores, la confirmación… Si no hay disputa no hay ciencia auténtica. Todo debe ser cuestionado hasta que resulte incontrovertible.

¿No sería sensato, entonces, esperar a que TODOS los científicos estén de acuerdo finalmente en sus conclusiones sobre el cambio climático?

Pues no necesariamente, del mismo modo que no hace falta esperar a que los científicos estén de acuerdo hasta en el último detalle de la teoría de la evolución para concluir que es básicamente cierta.

Imaginemos que tenemos a un rico hipocondríaco que un día decide contratar a un grupo de diez expertos para evaluar qué probabilidades hay de que le ocurra un accidente mortal si sale a la calle mañana por la mañana. Los expertos analizan el problema y finalmente  facilitan los resultados de su investigación. Discrepan, por supuesto: uno dice que existe un 0.002% de probabilidades de sufrir ese accidente. Otro, que un 0.003%. Otro, que un 0.006%. El que más riesgo ve, prevé un 0.015% (por ejemplo). Y se proponen muchos otros porcentajes intermedios…

Con esos datos en la mano, el sujeto decidirá qué hacer (de hecho, es lo que hacemos siempre, inconscientemente, sin necesidad de recurrir a ningún experto). En un caso como este, lo que solemos decidir todos es asumir el riesgo de salir a la calle. Pero si el conjunto de expertos (por la razón que fuera) llegara la conclusión de que el sujeto tiene un 5% de posibilidades de morir mañana en un accidente ¿pisaría siquiera la acera? La respuesta es un no rotundo. Nadie, salvo un loco, lo haría. Hay riesgos asumibles y riesgos inasumibles.

La Tierra es como cualquiera de nosotros, está sometida a riesgos. En su escala geológica, nuestro “día de mañana” equivale a los próximos cien años. Si reunimos a los diez mejores expertos mundiales y les preguntamos qué probabilidades hay de que el planeta sufra efectos devastadores durante ese período de tiempo como consecuencia del cambio climático, probablemente obtendremos una serie de respuestas parecidas a estas: 0%, 5 %, 30 %, 50 %, 50 %, 65 %, 80 %, 80 %, 90 % y 95 %.  No hay unanimidad, de hecho hay grandes discrepancias, pero existe una fuerte convicción conjunta de que algo (mucho) nos va a dañar el cambio climático en el futuro.

A la vista de lo que nos dicen los expertos, ¿estamos realmente dispuestos a asumir el riesgo?

Casi nadie querría poner el pie fuera de su casa si tuviera, mañana, más de un 1% de probabilidades de morir al hacerlo. Si jugásemos de tal manera a la ruleta, nuestra muerte en un plazo inferior a un año sería algo casi seguro.

Pues eso es exactamente lo que Donald Trump y sus amigos parecen querer que hagamos. Que sigamos pisando la calle, día tras día, como si nada ocurriese. Si les hacemos caso, dejaremos pasar un siglo (“el día de mañana” para la Tierra) sin hacer nada para evitar el desastre, a pesar de que el promedio de las opiniones de los expertos, hoy por hoy, es que tenemos, digamos, un  60% de probabilidades de que este cambio climático sea real y desastroso para nosotros.

Nadie en su sano juicio asumiría riesgos de semejante magnitud para las siguientes generaciones, y menos que nadie un representante político mínimamente responsable.

Para justificarse, este hombre alega que tomar medidas supone un coste que los americanos (sic) no están dispuestos a asumir, y aprovecha para echar la culpa de la situación a los demás países. En fin. Mientras es probable que nos estemos jugando la supervivencia del edificio en que vivimos, uno de los vecinos, que no quiere pagar su parte en las reparaciones, afirma que hacer reformas para mantener el bloque en pie beneficia a los demás y le perjudica a él. Y no se le cae la cara de vergüenza al decirlo.

La verdad sobre el cambio climático es que podemos permitirnos el coste de que los que defienden su existencia estén finalmente equivocados, pero no podríamos soportar el desastre al que nos llevaría hacer caso a los que lo niegan, si son ellos los equivocados. Frase esta demasiado compleja para que alguien como Trump, don Donald, sea capaz de entenderla.

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