Retos del nuevo año (II). Somos viejos, somos pocos, seremos menos y estamos muy mal repartidos

España ha conseguido ser uno de los países del mundo con mayor expectativa vital. Un niño español, al nacer, tiene ya una esperanza de vida superior a los 84 años de edad, sensiblemente superior a la de los de la Europa del Este. Ese hecho, que en sí mismo es muy positivo, acarrea sin embargo ciertos problemas, si lo combinamos con otros datos. Por ejemplo:

El primer hijo llega en España mucho más tarde que en el resto de Europa. A diferencia de otros fenómenos, en los que las fronteras políticas no parecen tener influencia, en este caso el perfil de nuestro país destaca claramente. Pasados sus límites hacia Portugal y, más aún, hacia Francia, la edad del primer alumbramiento desciende abruptamente varios años. ¿Las causas? Sin duda socioeconómicas: la mayor dificultad en el acceso a una vivienda asequible, la mayor tasa de paro, etc. Los hechos sugieren que para revertir este fenómeno, más que intentar fomentar la natalidad mediante incentivos fiscales o ayudas de cualquier tipo, más bien habría que intentar eliminar las causas socioeconómicas profundas que lo originan.

La perpetuación de una coyuntura económica desfavorable parece haber creado, como única salida, una “cultura” de permanencia en el hogar familiar, un retraso obligado en la asunción del papel de “adulto” y una sobrecarga de la tercera edad, que a menudo se ve obligada a asumir como propia la ayuda a unos hijos que, en otros países, haría años que vuelan solos.

Consecuencia del acceso tardío a la independencia personal, a la maternidad (y a la paternidad) es que, finalmente, el número de hijos se resiente, y el reemplazo poblacional a largo plazo se vuelve imposible si solo se recurre a la población nacional.

Lógicamente, ante esta situación, la población envejece, y lo hace más allá donde hay menos oportunidades laborales, menor densidad de población o una combinación de factores. La edad media en amplias áreas del occidente peninsular va alcanzando los 50 años, de forma análoga a lo que ocurre, no por casualidad, en la Alemania del Este. Las zonas españolas con mayor edad media son regiones que no resultan atractivas para los (ya de por sí, escasos) jóvenes que residen en ellas, que en muchos casos tienen que desplazarse hacia zonas más dinámicas. En nuestro país emerge entonces el fenómeno de la “España vaciada”, que origina además una grave repercusión en cuanto al coste de los servicios públicos y la falta de una vertebración territorial adecuada.

Finalmente, todos estos factores se reflejan en los cambios poblacionales. Por ejemplo, los habidos en 2016 muestran un continente dual, con zonas muy dinámicas y atractivas (Escandinavia Occidental, Irlanda, los Alpes) frente a otras en notable retroceso demográfico (Iberia, Europa del Este).

Dentro de España, los desequilibrios se acentúan, por el contraste entre las pocas áreas con atractivo (Madrid, costa mediterránea, zona vasca) y el resto, en el que se acumulan muchos de los territorios que pierden más población relativa de todo el continente. El efecto final, demográficamente hablando, es que, en España, “a quien tiene (población) se le da más”, mientras “quien no tiene, pierde hasta la poca que tiene”.

El reto de revertir esta situación, cuya inercia y raíces son muy profundas, es uno de esos grandes desafíos a largo plazo que tenemos que afrontar… a corto.