Sendas de ñúes bajo un cielo azul

Los ñúes llevan millones de años haciéndolo: trazan sendas en la sabana mientras emigran buscando agua y mejores pastos. Los animales recorren cientos y hasta miles de kilómetros uno detrás de otro, siguiendo senderos que se bifurcan y entrecruzan. De esta forma, su recorrido aprovecha el de los demás, se hace más llevadero, y las pezuñas soportan un menor esfuerzo, porque la tarea de aporrear la hierba ya la hicieron quienes pasaron antes.

El cielo de los ñúes siempre fue limpio y azul, más de trescientos días al año. En las últimas décadas ya no lo era tanto, porque el avance humano hace que cada vez tengamos menos ñúes, se desplacen menos y a menores distancias, y frecuentemente la estela de algún avión atraviese el cielo para estropear las vistas. Pero aún así, resulta todavía muy habitual, en el este de África, la presencia de caminos trazados por los ñúes, perfectamente visibles contra un firmamento claro y sin una sola mancha.

Quienes tienen un jardín o un patio, aunque sean minúsculos, o mejor aún un huerto a la trasera de casa, tienen, en tiempos de cuarentena, un tesoro. Muchas familias europeas llevan ya veinte, o treinta, o hasta cuarenta días haciendo lo mismo que los ñúes: recorrer una y otra vez la misma senda, haciendo que la hierba cada vez crezca menos bajo sus pies. Los jardines de los adosados de las afueras se parecen cada vez más a campos de ñúes. Mientras tanto, si sus dueños miran para arriba ven ahora un cielo más parecido al de África: si no hay nubes, no hay nada más, si acaso pájaros. Y si no hay nubes ni pájaros, todo es azul. Cosas extrañas…

Los que no tienen ni huerto ni patio ni jardín, hacen lo que pueden con las rutas de su terraza. Y quien no tiene la suerte de disponer de terraza, hará lo propio con su amplio salón. Y quien tiene un salón estrecho, dará cien mil vueltas a sus estrechos límites. Y quien vive en 31 metros cuadrados no sabrá ni qué hacer.

El virus agranda las distancias sociales, pero acerca los comportamientos. Nos hemos convertido todos un poco en ñúes, solo que con menos suerte que ellos: estamos migrando hacia otro lugar (hacia otro mundo, incierto) al que llegaremos cuando acabe el extraño viaje en que nos hemos metido. Pero en vez de ir todos juntos, lo hacemos aislados en grupos de uno, de dos, de cuatro. Y realmente no vamos a ningún sitio. Somos menos libres, tenemos mucho menos espacio para avanzar y menos cielo que observar sobre nuestras cabezas. En las ciudades muchos solo disponen de una rendija, a menudo apenas un par de ventanas y un difícil ángulo abierto hacia arriba: ni para ver el cielo da.

Vivir en el campo se ha convertido en un privilegio, porque se disfruta de mucho más espacio y menos restricciones, así que la España vaciada se ha convertido, de pronto, en la España deseada, la de los que pisan hierba y ven los cielos azules y amplios.

Quizás la naturaleza nos esté queriendo decir algo: algo así como «lo que a ti te duele, a mi me revive», o «lo que ahora añoras, a mi me lo robaste antes». Estas frases son tópicos, ñoñerías, pero resultan dolorosamente ciertas: el virus, para el planeta, éramos nosotros y por desgracia volveremos a serlo pronto, porque no nos queda otra opción y casi ocho mil millones de personas necesitarán seguir machacando al planeta para continuar alimentándose.

Se habla mucho del efecto Chernóbil, pero no nos engañemos: es muy poca cosa, no se da en todo el mundo, y acabará pronto. Al menos, mientras tanto, le hemos concedido al mundo una pequeña tregua, que está aprovechando para recuperarse un poco, mientras se ensanchan el cielo azul y los caminos que transitan los ñúes.