Batalla de tuits: ¿Qué demonios es el cambio?

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Hoy, día de la primera sesión de investidura, a las diez y cuarto de la mañana, se ha producido este intercambio de tuits:

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Creo que esto es la clave de lo que está pasando en los partidos nuevos. Más allá de acuerdos y desacuerdos, más allá de investiduras fallidas o acertadas, lo que los separa es precisamente esto: una forma, diferente, de mirar a nuestro alrededor.

El 20 de diciembre toda una generación saltó a la palestra política. Una generación de españoles que no está determinada tanto por la edad con por su actitud: son los que están hartos de lo de siempre.

Por eso, y solo por eso, los partidos nuevos han tenido en estas elecciones una oportunidad histórica de romper la inercia electoral de los españoles. En un país en el que tradicionalmente se ha votado siempre a los mismos, ahora se ha abierto la puerta a lo nuevo. Casi la mitad de los ciudadanos han decidido votar por algo diferente. ¿Por qué? Ya lo sabemos.  No hablemos de las causas de este cambio de actitud porque todos las conocemos. Pero, ¿para qué? Ese es el problema. El problema es que, aunque cerca de diez millones de españoles han votado “por el cambio”, no todos creen que el cambio signifique lo mismo.

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Para unos, los votantes de Podemos, el cambio significa ruptura. O eso parece. Ruptura con los poderosos, ruptura con los manipuladores, ruptura con los que nos han traído hasta una situación económica y política en la que estamos dominados por unas élites que usan las instituciones del Estado en beneficio propio, perjudicando a la gran mayoría.

Para otros, los votantes de Ciudadanos, el cambio significa reforma. Reforma de unas instituciones que se han prestado a la corrupción, reforma para terminar con los abusos y para eliminar duplicidades, para acabar con ineficiencias y modernizar las estructuras económicas: reforma para afinar los mecanismos de participación democrática.

Unos, al menos idealmente, quieren derribar las bases mismas del poder establecido para construir otro diferente y mejor, mientras que los otros quieren cambiar la forma de ejercitar el único poder que consideran legítimo: el que ya existe.

En los arrabales de esa disputa están los escraches, los Otegis o los opositores cubanos. En el centro está la cuestión catalana. La diferente actitud que unos y otros tienen ante estos asuntos demuestra de qué pasta, tan diferente, están hechos.

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La voluntad de cambio y de mejora de la sociedad es común, pero ahí acaban las similitudes. Iglesias y Rivera podrían ponerse de acuerdo en algunas medidas de regeneración democrática, pero en poco más. El modelo de sociedad que ambas partes tienen en la cabeza es profundamente diferente. Las diferencias en política económica parecen las más profundas, pero no lo son: la auténtica diferencia estriba en la legitimidad que conceden a la acción política. Para Podemos, la acción institucional es un mecanismo del que servirse para ir más allá. Para Ciudadanos, la acción institucional lo es todo, porque no es legítimo ir más allá.

Para Podemos, la acción política institucional es una forma de conseguir objetivos que la trascienden, y que son lo realmente importante. Por eso cuando Pablo Iglesias mira a Otegi ve más lejos, y no puede desligar los comportamientos (delictivos o no) de este hombre, de los objetivos políticos que persigue. Para Ciudadanos, no hay objetivo posible más allá del contenido presente de las leyes. Quien las incumple no puede esgrimir ningún tipo de legitimidad.

Esta tensión es profundamente teórica (Iñigo, ilumínanos) y no está en la mente del conjunto de los electores de ambos partidos. Pero sí lo está en la base de todas sus discrepancias. No hay acuerdo posible. Del mismo modo que en 1976 la sociedad española tuvo que optar entre reforma y ruptura, y finalmente la tensión se resolvió cuando vimos a todo un Santiago Carrillo sentado, junto a su plana mayor, con una bandera rojigualda a la espalda, ahora nos enfrentamos a un dilema similar: si Podemos, finalmente, decide que antes de cambiar las cosas hay que cambiar las leyes que hacen posibles esos cambios, lo cual implica asumirlas y hacerlas propias; o si, por el contrario, decide considerar que el sistema está tan putrefacto que hay que ir, directamente, hacia una ruptura constituyente.

Una nueva Constitución, se llame o no así, sería entonces un nuevo marco que ni siquiera estaría obligado a respetar, procedimentalmente, los mecanismos de reforma del anterior. Es una opción. En ese marco, por ejemplo, cabe el referéndum catalán de una manera casi inmediata. Pero frente a esa opción, hoy por hoy,  la alternativa para Podemos es la reforma, es decir, asumir el pacto con el PSOE y con él el status quo. Y ahí no cabe nada de esto. Ahí Podemos debería cambiar las bases de su negociación, colocando junto a la mesa, por así decirlo, la bandera constitucional actual. Uno no sabe si muchos de sus electores se lo perdonarían…

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El asunto está latente y me parece que Podemos no ha hecho una reflexión profunda al respecto. La acción inmediata no le permite quizás ahondar en esta tensión larvada que existe en su seno. Pero antes o después deberá afrontar el dilema, pues de lo contrario le estallará entre las manos. La sucesión de tuits de esta mañana, quizás, lo demuestra.

Mientras tanto, Ciudadanos no tiene ningún problema al respecto. Simplemente espera poder sumarse a una mayoría parlamentaria que implemente reformas, para ser su catalizador. El cambio, para él, es otra cosa.

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