Ayer a las diez de la noche, mientras las sociedad aún comenzaba a digerir los efectos de la declaración institucional del presidente del gobierno Pedro Sánchez, cuando aún no se había publicado en el B.O.E el texto del decreto que regula el estado de alarma, cientos de miles de ciudadanos salieron a sus balcones, terrazas, ventanas… para aplaudir.
Hoy, probablemente lo harán millones.
Poco importa ya lo difícil del acuerdo adoptado por el Consejo de Ministros, las agrias discrepancias o los mínimos alcanzados. Poco importan las reticencias de algunos presidentes de Comunidad Autónoma, que veían cómo la toma de control por parte del Gobierno suponía la asunción de competencias que en momentos de normalidad les corresponden a ellos.
Lo importante, lo primario, es que la sociedad entienda de una vez que lo básico es respetar el derecho a vivir de los demás, y, en concreto, de los más débiles. Lo importante es comprender que, con un sistema sanitario al borde del colapso, la vida de los otros no es algo que dependa de terceros, sino que está en nuestras manos: en el hecho de que no nos acerquemos a ellos para contagiarlos.
Para cuando la crisis se supere, cuando la enfermedad se haya convertido en una más, ya no será necesario poner el acento en esto: ya podremos descargar la responsabilidad, de nuevo, en el “sistema”. Pero ahora el sistema somos nosotros. Nosotros, todos, somos los primeros sanitarios y, por tanto, nuestra responsabilidad es cumplir con nuestro deber.
Ayer se puso el acento en los balcones en quienes están en primera fila, intentando directamente salvar vidas: los médicos y enfermeros. Imprescindible que sea así y que jamás los olvidemos ni dejemos de apoyarlos.
Pero no conviene olvidar a todos los demás. Ese aplauso que se merecen, tanto como el que más, los reponedores de los supermercados, que son nuestro dique frente a la histeria; los transportistas, jugándose el tipo en las carreteras, lejos de sus familias, para seguir trayendo a los estantes aquello que necesitamos; los farmacéuticos, expuestos cara a cara a las demandas de atención de quienes probablemente les contagiarán; los cuerpos de seguridad, que deberán velar porque todos respetemos las normas, desde la calle, asumiendo riesgos, mientras otros permanecen seguros en sus casas. Los internos de los centros penitenciarios, que deberán aguantar sin recibir visitas ni permisos, y los funcionarios de los mismos centros, que afrontarán situaciones tensas derivadas de esas mismas restricciones, habiendo dejado lejos, a veces a decenas y decenas de kilómetros de distancia, a familiares preocupados. Los autónomos que seguirán al pie del cañón, como puedan, donde puedan, cada uno en su esencial parcela. Los trabajadores de servicios esenciales que deban salir de casa todos los días para trabajar. Los agricultores que deberán seguir llenando mercados de productos, para que podamos comer… y tantos otros.
Son tantos, tan distintos, aquellos a quienes hay que aplaudir todos los días, a las diez de la noche, que muchos se nos olvidarán. Pedimos disculpas de antemano.
Finalmente, hay que brindar un aplauso para todos aquellos cuya aportación a la sociedad será, precisamente, la inacción. Serán millones y millones, y resultarán esenciales. Permanecer en casa, no contagiar, no ser irresponsable, velar por la vida de los otros. Ese será el mayor acto de heroísmo, tanto como el del sanitario que, jugándose el tipo, salve directamente vidas.
Recibamos todos, por tanto, ese aplauso. Pero ganémoslo. Todos los días.
Esto no es cosa de otros. Esto es cosa tuya.
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